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CONVERSACIONES A CONTRALUZ. Una oportunidad bien aprovechada

CÚCUTA.- “¿Tiene un regalo para mí?”, fueron las primeras palabras que salieron  como si lo adivinara o lo hubiera presentido mientras extendía la mano para saludar y presentarse. Luego, se acomodó en la silla, abrió el computador y se preparó para evocar los recuerdos de toda una vida.

Llevaba camisa rosada que hacía contraste con las sábanas azules de la camilla a sus espaldas y le resaltaba con el blanco de la piel. Casi siempre tenía el ceño fruncido, no porque estuviera enojado o porque algo le incomodara, sino más bien como maña que con los años se ha quedado y que ahora es natural.

La voz suave y pausada sirvió para viajar en el tiempo. Nació en Arboledas (Norte de Santander); sin embargo, no vivió mucho tiempo, pues los padres se mudaron a Cúcuta en busca de un futuro mejor. Llegaron a Belén, un barrio que apenas tomaba forma, y donde trascurrió gran parte de la adolescencia.

La situación económica familiar no era fácil. El sector donde vivía no ayudaba y había grandes carencias, pero era feliz. “Teníamos un grupo de amigos y hacíamos todo con ellos, íbamos a la escuela y jugábamos siempre juntos”.

Mientras hablaba jugaba con un lapicero que le seguía el ritmo, siempre miraba a los ojos, tal vez porque su corazón se abría y mostraba su lado más humano. En la pared del consultorio las fotos a blanco y negro de las cuatro hijas le sonreían como si aprobaran orgullosas lo que rememoraba.

Siempre ha sido muy unido a la familia. Cuando niño le gustaba compartir la cena, porque era el único momento en el que podían estar juntos y sentir el amor de los seres importantes para él.

“Algo que todavía conservo de mi época de niño es tener el oído pegado al radio. Héctor Rincón dice que los oyentes son amigos invisibles del locutor, yo sentía lo contrario, las personas de la radio eran mis amigos invisibles, los conocía por sus nombres, sabía quiénes eran, pero nunca los había visto”.

De pronto la pasión por la radio se desarrolló porque en la infancia aún la televisión no era de fácil adquisición. No todas las familias podían darse el lujo de tener un aparato. En cambio, casi todos los hogares contaban con radio y se conectaban con un mundo fantástico y desconocido, por el cual valía la pena buscar señal.

Había una tranquilidad en el ambiente, parecía que la oficina que ahora se había convertido en una escena de recuerdos, como si se hubiera desconectado del ruido de las ambulancias, de la preocupación de los pacientes y del afán de los doctores. Sólo quedaban las palabras y la cabellera blanca que confirman lo vivido con el paso de los años.

Jorge Omar Pabón Laguado es el segundo de tres hermanos. “La mayor es mi hermana; el menor, el consentido, y el único que podía hacer cosas que no tuvieran nada que ver con la niña y con el consentido, era yo”, comentó en tono sonriente.

En un periodo difícil por el que atravesó la familia, su madre no tuvo más remedio que dejarlo a cargo de una gran amiga, a la que Jorge le decía abuela, mientras mejoraba la situación.

Alguien tocó la puerta, se levantó de la silla y recibió con afecto a una mujer de cabello negro liso y piel blanca, quien al entrar a la oficina comentó: “hagan de cuenta que no estoy aquí”. Se trataba de su esposa, quien esperaba que la charla terminara para ir a casa a descansar.

Se acomodó de nuevo y esta vez recordó el peor momento de su vida, el más triste, el más desgarrador, pero ¿qué en esta vida puede ser peor que la muerte del ser que te dio la vida? Cuando Jorge empezó a estudiar medicina, no lo hizo porque su madre hubiera sido enfermera ni previendo que tal vez en un futuro la iba a cuidar, lo hizo porque se le dio la oportunidad en una realidad que no ofrece muchas oportunidades. La aprovechó y salió adelante.

Desde el primer día amó su profesión, quizá había heredado algo de la vocación de su madre, sin embargo y por infortunio de la vida, tener una especialización en medicina nuclear y otra como internista, no le sirvieron para detener lo inevitable, la muerte de la mamá. Recordó con dolor que un día la escuchó mientras oraba y le pedía a Dios con fervor que se la llevara a descansar al cielo, que en su vida terrenal con buenos actos, se había ganado.

“Mamá vivía conmigo y el día que falleció estábamos solos ella y yo. Sabía que ella tenía que irse, que había cumplido su misión, que tenía problemas de salud y que tarde o temprano iba a ocurrir, pero cuando uno quiere a una persona, cuando le parece hermosa, así esté viejita y achacada, no desea que se vaya”.

Con el pasar de los años ha hecho que cada minuto de su vida valga la pena. No se ha dedicado sólo a la medicina, mantiene viva la esencia con otras labores que hacen que pueda expresar y compartir lo que siente con los demás. Es columnista del diario La Opinión, donde con títulos cortos, pero directos al grano, muestra su punto de vista sobre los acontecimientos que marcan a los ciudadanos.

Es también profesor de medicina de la Universidad de Pamplona, quizá uno de los más queridos y que más amor por la profesión demuestra. Basta con mirarle los ojos cuando se expresa de su labor como docente para reconocer esa pasión y fervor que lo hacen inigualable. Seguramente, eso es lo que trasmite a los estudiantes.

Alguien tocó la puerta. “Espéreme aquí sentada”, dijo mientras se dirigía a la otra sala para abrir. Era una de las hijas, porque era hora de partir. Acababa otro día laboral y comenzaba el mejor momento para un hombre familiar, el tiempo de compartir con los que se ama.

PAOLA ANDREA NOVOA

Estudiante de Comunicación Social

Universidad de Pamplona

Campus de Villa del Rosario

Foto: www.contraluzcucuta.co

 

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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