Se inicia, una vez más, la medición de fuerzas entre el Gobierno y las organizaciones sindicales para el establecimiento del salario mínimo en el país, y que cubre aproximadamente a la mitad de colombianos. A partir de diciembre escucharemos los argumentos.
Mientras los representantes oficiales desgarran sus vestiduras y manifestan que el monto que se determinará es el apropiado, adecuado, para no ir en contra de la economía y que según análisis un mayor sueldo para el pueblo trae consecuencias que en el mercado laboral el salario mínimo se acerca mucho al medio y por lo tanto hay menos ofrecimiento de empleo, los sindicalistas y el vicepresidente Angelino Garzón expresan que este debe ser más generoso.
Para el 2014, la previsión no sobrepasa el 3 por ciento lo que significa en término real un aumento aproximado de $ 17.685 mensuales para cumplir con las expectativas de cubrir los incrementos que se generan cada inicio de año.
El pueblo raso tendrá que sobrevivir con este mísero sueldo. Un sueldo que, según las estimaciones gubernamentales lo ubican como un sector “no pobre”, porque cubre las necesidades básicas de techo (en un cerro o en inquilinato), de trasporte (público por supuesto), de educación (escuelas oficiales) y de comida (arroz y huevo), sin derecho a tener un rato de esparcimiento o disfrutar de aparatos electrodomésticos que le hagan placentera la existencia.
Las cifras oficiales del Dane y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura muestran el alto rango de pobreza en Colombia y dan una visión triste acerca del incremento de sueldo y estilo de vida de los colombianos. Cerca de 6 millones de colombianos no pueden acceder a las tres comidas diarias. ¡Oh dicha! Somos un país lleno de gente pobre, pero feliz, porque el salario mínimo lo ayuda a vivir (digo a sobrevivir), porque tiene para que se asome a la educación y coma todos los días arroz, panela y huevo. Carnes y pescados en épocas decembrinas, cuando los asalariados reciban las “jugosas primas”.
En contraste, los dichosos ‘padres de la patria’, los magistrados, los jueces y, en fin, todos aquellos que están montados en el tren de la prosperidad se ganan ese mismo sueldo en un solo día, e inclusive más en el caso de los congresistas que devengan $ 800.000 diarios por la infatigable labor para el país.
Esas son las inequidades que enfurecen, que llenan de rabia el corazón. Una repartición más justa de los recursos económicos haría llenar de paz a un pueblo que día a día cree menos en la clase dirigente y que plasma este sentimiento en las urnas con el crecimiento porcentual del abstencionismo y del voto en blanco en una clara demostración de rechazo a estos individuos que desangran a la nación en la forma más arrogante.
ISBELIA GAMBOA FAJARDO