“Aquellos que educan bien a los niños merecen recibir más honores que sus propios padres, porque ellos solo les dieron la vida, estos, el arte de vivir bien” (Aristóteles)
Me encargué de esculcar en mi memoria los más cálidos recuerdos que mi niñez escondía como trofeos inmejorables, pero que al paso de los años los fui escondiendo como queriendo guardarlos para impedir su pérdida en medio de los afanes de esta sociedad abrumada en las junglas del modernismo y la insensibilidad.
Tropezó mi pensamiento con asuntos vividos en los inicios de mi visita escolar y encontré como fotografía perenne la tez sonriente de aquel maestro que un día en las primeras horas de la mañana de ese primer día de clase se acercó y mirándome como a un hijo me preguntó cortésmente: ‘¿De dónde vienes?’.
Mi voz, entrecortada por los temores de verme lejos de mi hogar frente a alguien que calificaba como extraño ´personaje, dejó salir una respuesta simple y sencilla: ‘vengo de allá’. Sin burlas, ni correcciones, tomó aquella respuesta y como si fuese dueño de movimientos mágicos, dio comienzo a su tarea iniciándome en las lides del saber, orientando así mi diminuta vida hacia ese allá que me haría un discípulo suyo como constructor de sueños y esperanzas.
Desde aquellos tiempos en los que el hablar era un arte, trazó firmes caminos de dulce travesía para conducirme con sus fieles enseñanzas hacia las cumbres, como aguilucho rebelde que desea desenfrenadamente volar sin límites hasta encontrar con la fuerza de sus alas las alturas de sus nobles ideales. Su mirada firme era un consejo con el cual dictaba el comportamiento que debía asumir frente a las dificultades que la vida me iría a presentar y con la firmeza de sus sabias enseñanzas recordaría que no es valiente quien declina el triunfo cuando la vida le exige sacrificios.
No temo decirlo ahora que mi vida se acorta minuto a minuto y el tiempo se hace dueño de mis afanes por llegar a la meta que dibujara mi sabio maestro. No temo reconocer que como él, muchos pasaron por mi vida y cada uno dejó huellas indelebles marcando este existir de luz y de esperanza, este existir del cual me hicieron orgulloso, cada uno desde su propia orilla, sin querer hacerme igual a ellos pues siempre respetaron mi libertad y pensamiento.
Ahora que el tiempo se hace breve y la sociedad no se acuerda de quienes nunca han estado ausentes en la construcción de sociedad y patria, es preciso que levante mi voz para exaltar la obra de la que son arquitectos y a la que cada día dedican tiempo para perfeccionarla, aun cuando los gobernantes en su afán de autoalabarse no se acuerdan que sin sus maestros esta obra quedaría inconclusa.
Cierto es que el cambiante mundo no fija un instante su mirada en el maestro, pues la tecnología ha invadido de informaciones la mente frágil de quienes ahora están en sus primeros pasos, pues son ellos precisamente las mentes vivaces, pero claramente inexpertas, las que pueden caer en el falso mundo del virtual maestro que un tanto informa, pero de igual manera engaña.
Por ello, es el recuerdo de mi primer Maestro el que hoy me lleva a reconocer que al hombre, por perfecto que quiera mostrarse ante el mundo, siempre tuvo en su camino un maestro que le tendió su mano, le orientó su camino, le enseño que errar es humano y levantarse de las caídas es sinónimo de dignidad.
“Yo no soy un maestro: solo un compañero de viaje al cual has preguntado el camino. Yo te señalé más allá de mí y de ti mismo” (George Bernard Shaw)
FERNANDO CAÑAS CAMARGO
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educagratis.org