CÚCUTA.- Cierto día, una mujer vino al mundo a cumplir un objetivo. Y a fe que lo cumplió. Nació en un pueblito escondido entre las montañas y aromatizado por el café. El verdor de los árboles y el gris de las nubes se conjugaban para transmitir alegría. No había odios ni rencores.
La pequeña, pronto, quedó a merced de Dios y creció en un hogar ajeno. De la orfandad tomó prestados a los muchachos con los que compartió la juventud. La cuidaron y la vieron convertirse en mujer.
La violencia partidista la tiró duro de los cabellos y la separó de los seres amados. Las cruces en la vereda daban testimonio de la crueldad política. Ahora, debía ponerle la cara a ese destino que la llamó para servirles a los enfermos hospitalizados. Cumplió el apostolado con verdadero amor al prójimo.
La naturaleza, esa que le dio la vida, quiso ponerla a prueba y salió incólume del terremoto que destruyó a su pueblito. Fue un momento difícil del que emergió triunfante y como triunfadora. El parquecito da testimonio de lo vivido y lo compartido con los paisanos desvalidos.
Le llegó la hora de consentir el amor y compartir los días con el hombre que conquistó su corazón y la desposó. Esa entrega dio frutos y está reflejada en los tres hijos que vinieron al mundo y son vestigio vivo de su paso por la tierra.
En busca de un mejor vivir para los niños, dejó atrás, sin mirar, el pueblito natal para descubrir la maraña citadina. El pasado no fue tormento, sino apoyo para avanzar en el cumplimiento de otro designio. Y comenzó a labrar sueños con fortaleza y tesón.
No sintió miedo humano. Cada día se aferraba al temor a Dios y se apegaba a la fe para continuar el recorrido por la vida. En el barrio donde levantó el hogar
fue esposa y madre, madrina y comadre, amiga y confidente, partera y enfermera.
Compartió con seres humildes y sin tener más que nadie sobresalió por las virtudes humanas que desplegó. La sonrisa era buena paga por los servicios prestados, a pesar de las necesidades evidentes en casa. La pobreza era latiente en esa comunidad que hoy la recuerda con aprecio.
Van a cumplirse 107 años desde cuando se escuchó su primer llanto. Y han pasado 180 meses desde el momento que dijo adiós para siempre. Fueron 33.580 días suficientes para dejar huella y hacer que su imagen sea perenne entre una comunidad que la recibió en medio de las dificultades materiales.
Nunca se la escuchó quejarse, ni reclamar ante el Creador. Solo doblegó la cabeza en señal de obediencia. Así vivió aquella niña que nació en Arboledas, compartió en el barrio Belén y murió en Cúcuta. Un día la bautizaron Hermelina y a su apellido materno Laguado le agregó el Pabón de su esposo.
RAFAEL ANTONIO PABÓN