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Ocurrió el 28 de julio de 1984. Alexis Montilla entregó a Venezuela, en particular, y al mundo en general, esta obra que cumplió 40 años de servicio al público que la admira y recorre con admiración. / Fotos: contraluzcucuta

LOS ALEROS. 40 años enclavado en la montaña andina

MÉRIDA – Venezuela.- Allá, en medio de la montaña andina sobrevive un pueblo del siglo XIX. No hubo descubridor, solo creador. Los habitantes están detenidos en el tiempo y viven en la época que les asignaron. Las casas, construidas en barro y madera, con techo de tejas, reflejan el momento que representan y permanecen bien cuidadas.

Ocurrió el 28 de julio de 1984. Alexis Montilla entregó a Venezuela, en particular, y al mundo en general, esta obra que cumplió 40 años de servicio al público que la admira y recorre con regocijo. Cada detalle está puesto en su lugar para deleite de los visitantes, que se llevan el mejor de los recuerdos de este espacio cargado de historias.

  • Los Aleros está ubicado en la carretera trasandina a 25 kilómetros al noreste de la ciudad de Mérida, en la vecindad de Tabay,​ y a unos 40 km al suroeste de Apartaderos. (Wikipedia).

El trayecto comienza por la destapada carretera que llevará a la estación. El Rompecotizas comienza el recorrido. Lo conduce un hombre vestido con uniforme caqui y en la radio se escuchan las noticias del día. El espacio es patrocinado por productos locales que curan enfermedades y alegran a los pasajeros.

El narrador da cuenta de la existencia de unos seres llegados de otro planeta. La información despierta inquietud entre los usuarios que escuchan con atención el misterioso relato. De repente, el autobús detiene la marcha. De la nada surge una criatura vestida de negro con rostro horripilante y sacude la carrocería del vehículo.

Mujeres, hombres y niños se asustan y gritan. Hay miedo y llanto, miradas de susto y expresiones de terror. Al rato, se pasa de esa sensación de impotencia y pánico, a la risotada y los comentarios. El pavor se desvanece para dar paso a la anécdota. La figura se mantiene pegada a la ventanilla del conductor. Mira con compasión a los nerviosos pasajeros y huye.

En la parada del bus continúan los comentarios y los visitantes se alistan para recorrer el pueblo. Primero, la diversión para distender los ánimos. Los juegos tradicionales y autóctonos sirven para desvanecer las lágrimas. Momentos de tranquilidad y a emprender el camino que da de frente con la primera vendedora. Todo se paga en morocotas, la moneda oficial.

Cada paso dado lleva a otra aventura. La bruja acecha. Está escondida en cualquier habitación. El grupo camina despacio para evitar sorpresas. La hechicera se mantiene agazapada. De repente, el golpe a las paredes, la carcajada macabra y la figura repugnante pasman a los sigilosos caminantes. Más risas y recuentos del momento.

El largo camino ecológico se muestra a los ojos de la visita. Un letrero da la posibilidad a los ‘cobardes’ de abandonar la travesía. Los miedosos se quedan y ven partir a los valientes que luego de largos minutos regresan al punto de partida por el tobogán. Arriba, en medio de la selva, quedaron los secretos que por siempre guardará la montaña.

El pueblo se abre a la vista. La estación de gasolina para vehículos inexistentes da la bienvenida. Cada calle tiene nombre. Llama la atención de chicos y adultos la Calle La Jeta. Más risas por la gracia que causa esta demarcación. El pregonero da aviso del casorio del día. Los novios y el cura están listos. Faltan los padrinos y se escogen de entre el público. El momento es agradable por las ocurrencias de los protagonistas.

Los negocios abundan. Cuando se pensaba que los sustos habían terminado, apareció la película de terror, en la sala de cine. Otra vez a llorar de espanto. Queda la visita al cementerio, donde reposa el cadáver del ladrón de gallinas. Ahí se llega por un túnel. La cobardía es fiel compañera de los turistas y prefieren seguir el camino por las vías empedradas.

Los caminantes encuentran el molino, la pulpería, la barbería, el restaurante, la tienda. En la emisora se escucha la noticia de la captura de una peligrosa banda. El locutor cuenta la historia con nombres y apodos de los maleantes, que vuelven a activar los músculos de la boca y provocan las carcajadas sonoras.

El recuerdo de ese paseo queda estampado en la fotografía instantánea. Los turistas asumen el papel de figuras de la época y se visten con ropajes a la usanza. Así posan y quedan grabados para la inmortalidad. Esa estampa, al volver a casa, permanecerá exhibida en la pared para rememorar con los amigos la visita a Los Aleros, en Mérida (Venezuela).

RAFAEL ANTONIO PABÓN

rafaelpabon58@hotmail.com

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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