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“No voy a descansar hasta saber qué pasó con mi hijo”

Testimonio de una víctima de la escalada paramilitar en La Gabarra

Los ojos azul aguamarina de María* se viven inundando a cada rato, como si fueran una fuente de agua inagotable capaz de desbordar los ríos y hasta el propio océano. Su mirada se pierde escarbando en el tiempo y es cuando empiezan a brotar las gruesas lágrimas que son cristales que recorren las mejillas hasta las comisuras de la boca, seguramente para sentir allí el amargo de su sufrimiento.

Es una mujer entrada en años, que no olvida y que se resiste a aceptar la pérdida de su hijo, extraviado en la vorágine criminal desatada por los paramilitares en las entrañas de El Catatumbo.  Su vida, sin embargo, ha tenido etapas felices, que la ayudan a sobreponerse a la adversidad y la remontan a la niñez en las orillas del río Catatumbo,  en el que su padre pescaba mientras ella correteaba junto a sus dos hermanos, cubiertos de cielo y una inmenso manto vegetal.

“Mi vida fue así. A la edad de 6 años mi papá me llevó a El Catatumbo, cuando los indígenas eran bravos, a un punto conocido como El 60, más adelante de La Gabarra. Ahí crecimos y en esa lejanía aprendimos a convivir con los Motilón Barí, que recién empezaban a tener contacto con lo que se conoce como civilización.

“Vivíamos con el viejo, porque mi mamá lo abandonó y nosotros nos quedamos solos en ese ambiente. En Catalaura, en la parte baja de Caño Martillo, donde existía una misión que dirigían curas y monjas, les enseñaban a leer y a escribir a los indiecitos y ahí tuve mi primer contacto con las letras, que continué en El 60, hasta el segundo año de primaria, con la profesora Ramona. La única educación que recibí en la vida, porque no pude volver a estudiar.

“Mi papá, en esa época, les vendía el pescado a las compañías Colpet-Sagoc que se encargaron, desde 1931 y durante 50 años, del manejo: exploración, explotación, construcción del oleoducto, trasporte y posteriormente de la refinación y exportación del petróleo y los demás hidrocarburos de la Concesión Barco en El Catatumbo.

“Nos instalamos en un punto llamado Barrancas, en una finca donde nos terminamos de criar, junto a Jesús, un pequeño motilón que un día llegó a nuestra casa y se quedó con nosotros hasta que fue un hombre.

“Ese tiempo fue bonito, porque gozábamos de paz y tranquilidad. Los indígenas se habían apaciguado y no había temor de nadie. Todos estábamos unidos, campesinos y motilones trabajábamos la tierra en armonía, juntos pescábamos o cazábamos sin problemas.

“Viví en ese lugar hasta que me casé, a los 15 años, y formé mi hogar, en una finca que logramos comprar y dónde me interné a cuidar mis 14 hijos. Trabajamos con ganado, plantamos árboles frutales, plátano, yuca y hortalizas.

“Buscando mejor provecho los campesinos de las veredas La Isla, Las Palmas, Mis Negros y la parte baja de El Martillo organizamos una cooperativa, en 1998, un año antes de la entrada de los paramilitares a La Gabarra, aquel doloroso mayo de 1999.

“Estábamos asociados agricultores y ganaderos y todo eso se acabó. Todavía guardo esa documentación, que he tenido que mostrar para dar testimonio de nuestra tragedia. Además de desaparecer a mi hijo, asesinaron a mi hermano, un cuñado y vimos caer a nuestros vecinos.

“Fuimos ganaderos y agricultores y nunca trabajamos con la ‘mata’. Esa ha sido mi lucha, porque siempre nos enrostran que cultivábamos coca, entonces con ese cuento justifican las masacres y toda la barbarie paramilitar. Tenemos cómo demostrar que siempre hemos sido familias que si logramos tener algo lo conseguimos con trabajo honrado, con amor y esfuerzo.

“Eso es lo que no nos permite retroceder y estar reclamando lo que perdimos, porque no podría mirar a la cara a nadie si nuestras cosas, que Dios nos regaló, las hubiéramos conseguido mediante acciones ilícitas.

“El día que recibimos el primer mercado como desplazados en la Cruz Roja, fue para nosotros muy duro, porque no estábamos acostumbrados a pedir, y por el contrario teníamos para darles a otras personas, compartíamos con mucha gente parte de nuestras cosechas.

“En los primeros meses del desplazamiento, una hija de 11 años perdió la razón por toda la situación que vivimos, incluso aguantamos hambre y estuvimos a la intemperie.

“Sobreponiéndome al miedo y a la impotencia que se siente cuando no se tiene una respuesta contundente del Estado, hasta el día de hoy no he bajado la guardia. Hasta el día de hoy he insistido en buscar a mí hijo, en buscar la verdad, porque eso es lo que yo quiero, aparte de la reparación que por ley debe dar el Gobierno.

“No voy a descansar hasta saber qué pasó con mi hijo, que tenía tan solo 16 años cuando los paramilitares lo bajaron de una canoa y se lo llevaron por una loma arriba, sin que le permitieran siquiera volver la vista atrás.

*Nombre cambiado para proteger la integridad de la víctima

Fundación Progresar

 

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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