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DESDE AFUERA. Futuro neurocirujano nació en el barrio Claret de Cúcuta

Mario Eduardo Archila Meléndez, en un día de la niñez y mientras llegaba el amigo imaginario a acompañarlo en el juego rutinario, se planteó una pregunta no apta para niños. ¿Cómo funcionará el cerebro? La repuesta no apareció pronto. El interrogante lo marcó y lo persiguió por la adolescencia, la juventud y la etapa como colegial.

En el momento de decidir qué seria cuando grande no decía que bombero, policía, abogado, albañil, periodista, ingeniero, arquitecto, taxista, sacerdote. Nada de eso. Lo tenía claro y definido, sería médico. Hoy, se prepara en Holanda para alcanzar el doctorado en neurociencia, con la meta puesta en la neurocirugía para saber de una vez por todas “cómo funciona el cerebro”.

Nació en Cúcuta. Los primeros cinco años los vivió en el barrio Claret y los siguientes cinco, en Chinácota, a donde trasladaron al papá para que oficiara como síndico del hospital. Regresaron a la capital de Norte de Santander y se instalaron en Niza. De esas épocas, repartidas entre la pobreza soportada en un garaje como vivienda y las correrías por los pasillos del centro asistencial, hay muchos recuerdos.

Vuelven las imágenes del cometa Halley, las subidas al techo de la casa para mejorar la señal de televisión, la habitación humilde que compartían los tres hermanos, el baño en la pensión bajo la misma ducha, la poca independencia, el escaparate y la cama doble. Los papás se conocieron en el hospital mental. La madre, auxiliar contable; el padre, contador público.

Las primeras letras las garrapateó en un jardín cercano a la casa, en la ciudadela Juan Atalaya, y las completó en la escuela anexa de Chinácota. En esos primeros pasos el gusto por la naturaleza afloraba y se hacía evidente en las salidas constantes a la montaña. El empleo del papá le permitió tener contacto con médicos y pacientes, aunque no cree que lo haya marcado para el futuro. “Fue una infancia tranquila, bonita, sin carencias”.

La formación académica le dejó el paso por diferentes colegios. Terminó la primaria en el Domingo Savio. La secundaria la comenzó en el Salesiano,  terminó sexto en el Gran Colombiano, saltó al Calasanz y no le fue bien; lo recibieron en Comfaoriente y se graduó en el Municipal. En el Casd optó por el bachillerato con énfasis en ciencias. Veían con mayor detalle química, biología, prácticas con microscopio y física.

El estudio lo distraía con la pintura que aprendió del tío artista. Le llamó la atención el óleo sobre lienzo y hasta armó el taller para pintar cuando el tiempo y los libros se lo permitieran. “Es un placer personal. Es algo que me permite desconectarme de todo. Sirve para cambiar la perspectiva de las cosas”. El estilo es el surrealista, para ir por la corriente del tío materno.

Desde siempre le gustó ser médico, sin que la vida en el hospital de Chinácota  le haya valido para tomar la decisión final de vestirse de bata blanca. Se metía sin permiso a las necropsias y pudo estar más cerca de esos hombres y mujeres que se preocupan por curar a los enfermos. Como niño no entendía ese ejercicio y era más la curiosidad la que lo llevaba a estar pendiente de la vida de los médicos que un interés por ser algún día uno de ellos.

La primera vez que quiso ser médico se planteó el interrogante ¿cómo funciona el cerebro? Esa inquietud lo acompañó por años hasta cuando dejó las aulas del colegio para ingresar a la universidad. El resultado del Icfes (345/400) lo hacía optimista. Tenía claro que estudiaría medicina y así buscó la oportunidad en Bogotá, Medellín, Bucaramanga y Manizales. Presentó exámenes en la Nacional, UIS, Caldas y de Antioquia. “En ninguna pasé”, lo dijo con sinceridad y sin esconder la verdad.

Para no quedarse sin hacer nada optó por ingeniería de sistemas. La Francisco de Paula Santander (Cúcuta) lo tuvo entre los alumnos, por dos semestres. Insistió en medicina en las mismas universidades y en la única que alcanzó el cupo fue en la de Caldas. En la de Antioquia estaba convocado para el segundo llamado. Esto es, si alguno de los 120 que lo antecedían no hacía uso del cupo, podría acceder.

Y así ocurrió. Alguno de los afortunados que habían aprobado la prueba no se presentó y dejó la casilla libre. Saltó en un pie por la alegría que le produjo el saber que sería estudiante de medicina, no tanto por la Universidad de Antioquia, sino porque sería en Medellín. En dos días llenó los requisitos, los envió e ingresó. En esa época compitió contra 3500 aspirantes a 120 cupos. Mario Eduardo Archila ocupó el puesto 121. De lo que está seguro es que esa oportunidad estaba determinada y así se dio. Algo más que un golpe de suerte. “Soy un afortunado”.

La cerrera duró seis años y medio. Desde cuarto semestre se involucró en uno de los grupos de investigación. Escribió un ensayo en la conmemoración de los 50 años del descubrimiento de la molécula del ADN y ganó el concurso. Un profesor, al ver ese trabajo, lo llevó a trabajar y a interesarse por profundizar en los conocimientos.

Después, se las arregló para meterse en un proyecto de neurología infantil. Les hizo seguimiento a niños expuestos al VIH durante la vida en el vientre. Pretendían saber si las condiciones de la madre afectaban a los bebés. La investigación le permitió ganarse una beca de la universidad que lo envió a Baltimore (Estados Unidos) a hacer un internado especial. En seis meses terminó los análisis de las muestras llevadas a cabo con los bebés. La experiencia vivida en el hospital lo lleva a decir que la mayor diferencia entre el país del norte y Colombia es la inversión en investigación.

Al regreso a Medellín se presentó tres veces en la Universidad de Antioquia para especializarse en neurocirugía y no pasó. La única rama de la medicina que permite destapar el cerebro para conocer qué contiene es la neurocirugía. “Siempre he querido ser neurocirujano”. La competencia es fuerte con médicos del resto del país que propenden por esos tres cupos que abre la universidad.

Buscó la opción en Argentina, Brasil, Estados Unidos y España. Comenzó a descartar las probabilidades. En cada lugar surgieron inconvenientes lo que lo llevó a abrirse otros caminos. Aplicó para el doctorado en Londres y no lo aceptaron. Encontró, en internet, la universidad de Maastricht (Holanda) para hacer la maestría en neurociencia, con apoyo de la Alcaldía de Medellín, que lo becó. “Más que por el punto geográfico me guié por el contenido y por la solidez de la universidad”.

En el internado destacó con el trabajo de investigación. Echó mano a la beca de Colciencias y por el desempeño alcanzado ingresó al doctorado en neurociencia cognitiva, que estudia las funciones cerebrales, cuál es la funcionalidad del cerebro desde varios puntos de vista y cómo kilo y medio de grasa da origen a los recuerdos, la conciencia y los pensamientos. En el futuro regresará al país y establecerá un grupo de investigación en neurociencia cognitiva.

Mario Eduardo Archila es otro científico que ha partido de Cúcuta en busca de mejorar el conocimiento y lo ha logrado.  Ahora, se perfila para la residencia o la especialización en neurociencia aplicada. Quizás hasta ese punto no llegó a pensar cuando coleccionaba insectos o cuando llevó a clase un murciélago vivo o cuando disecó un sapo. “La maestría y el doctorado son el vehículo para iniciar neurocirugía, que ha sido mi sueño de toda la vida”.

RAFAEL ANTONIO PABÓN

rafaelpabon58@hotmail.com

Foto: ÁLBUM PERSONAL

 

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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