CÚCUTA.
El sol, tímido y dorado, acariciaba las calles de Cúcuta al despertar, tiñendo de luz y esperanza las viejas arterias de la ciudad. Los comerciantes, soñadores del porvenir, miraban al horizonte, donde la necesidad de un camino se alzaba como susurro de promesa.
Antes de que la Tierra, en su furia, rompiera la urdimbre de la ciudad, el 18 de mayo de 1875, las riquezas de la región cruzaban el río Zulia en barcas humildes que navegaban hacia el Puerto de Buena Ventura, hoy conocido como Puerto Villamizar. Desde allí, el cacao, las artesanías y los anhelos de un pueblo próspero surcaban las aguas hacia Maracaibo (Venezuela), y desde ese puerto lejano, el viento los llevaba hasta los mercados de Europa, donde esperaban recibir la dulce recompensa.
Los caminos que se deshacen
Pero… Los caminos eran delgados como las cuerdas de un viejo violín. Resbaladizos, como el eco de un sueño incierto. Las mulas caminaban a duras penas, sorteando precipicios y valles sin fin, llevando sobre el lomo los sueños de una tierra. Los arrieros, con los ojos cansados, pero llenos de historias, compartían las penas bajo la luna de plata, mientras el comercio, temblando de frío y ansiedad, clamaba por una senda más firme.
Fue entonces cuando nació la Compañía del Camino de San Buenaventura, erigida por manos anhelantes de construir un futuro de hierro y velocidad. Jorge Hurtado, hijo de la tierra, recordó que no solo la necesidad comercial impulsaba el sueño del ferrocarril, sino un profundo deseo de modernidad, de ver los rieles atravesar las montañas como flechas de progreso.
Cuando la tierra grita
El sueño se encontró con la furia de la Tierra. En 1875, el terremoto sacudió a Cúcuta, rompiéndole alma, destruyendo los mercados, diseminando como polvo el camino de hierro que se tejía en el aire. La ciudad lloró, y los deseos parecían desvanecerse entre el humo del desastre.
Sin embargo, como el árbol que brota después del incendio, el espíritu cucuteño nunca se doblega. Un año después, con las ruinas en las calles, hombres y mujeres comenzaron de nuevo. Reconstruyeron lo perdido y tejieron con rieles la nueva esperanza, esperanza de acero, que nacía con el primer ferrocarril del oriente colombiano.
Magdalena Ríos, historiadora, apunto que aquel renacimiento fue más que una reconstrucción: fue un grito de resiliencia, una promesa de que el futuro podía renacer de las cenizas.
Rieles que laten como venas
Los rieles comenzaron a extenderse como venas que palpitaban al ritmo de la ciudad. Tres caminos brotaron de Cúcuta: uno hacia Pamplona, que cruzaba montañas y valles; otro, que se deslizaba hacia la frontera venezolana, uniendo dos países con el canto de la locomotora, como poema de acero entre dos tierras, y el tercero que, como río de acero, abrazaba el Puerto de Buenaventura, llevando los sueños comerciales, las esperanzas de exportación y el aroma del cacao hacia el mar.
La carga de los días
“Los vagones llegaban cargados de maravillas del viejo continente: telas finas, herramientas que brillaban como promesas, sueños almacenados en baúles”, recordó el historiador Gustavo Gómez Ardila. “En dirección contraria, la región enviaba su riqueza, su alma: el cacao, de aroma profundo y sabor dulce, que viajaba en silencio hacia mercados lejanos”.
La ciudad se reconstruyó y las estaciones de tren se llenaron de murmullos y risas. Los rieles, como un latido constante, marcaban el compás de una vida que recobraba el ritmo.
Miriam García, trabajadora del ferrocarril, solía decir que el pulso de Cúcuta se tejía con el de la locomotora. El tren, sin duda, fue el símbolo de un sueño cumplido, la esperanza de que el progreso había llegado.
El fin de una era en el horizonte
El progreso también proyecta sombras. Los arrieros, poetas del camino, cuyas mulas caminaban entre los susurros del viento, vieron cómo el oficio se desvanecía con la llegada de la máquina de acero. Las bestias, que alguna vez llevaron la fortuna de la tierra, fueron relegadas a las rutas olvidadas, a la memoria de un tiempo que se despedía. Así avanza el progreso: el tren de hierro marca el fin de una era y deja en la estela el eco de los tiempos pasados.
En el corazón de la ciudad surgió otro símbolo de modernidad: el tranvía, ese pequeño titán de hierro que surcaba las calles con su andar suave, llevando las sonrisas de los domingos, el ritmo de las familias que paseaban entre sus vagones.
Era más que un medio de transporte: movía recuerdos, sueños y esperanzas. En cada parada, en cada viaje, las calles renacían tras el temblor de la tragedia, como si la ciudad respirara, despacio, al compás de la rueda que giraba.
Como todas las historias, incluso los rieles tienen final. La llegada de las carreteras, en los años 60 y el rugir de los motores ahogaron el dulce silbido de la locomotora. Los camiones, más rápidos y eficientes, remplazaron a los vagones, y las estaciones de tren, que alguna vez vibraron con el bullicio de los viajeros, quedaron en silencio. El tren de Cúcuta, que un día fue la gloria de la región, se desvaneció en la memoria, como eco lejano de un tiempo que se fue.
El legado de los rieles
Hoy, solo queda la vieja locomotora, testigo mudo de la era dorada. Reposa cerca de la Terminal de Transportes de Cúcuta.
Aunque el tren no recorre las viejas rutas, el espíritu sigue vivo en la memoria de los cucuteños. En cada historia contada al calor de un café, en cada rincón de la ciudad, el tren sigue su marcha. Lleva el alma de una civilización que, contra viento y marea, siempre encontró el camino para seguir adelante.
CAMILA MONTEJO
Comunicadora Social en formación
Crónica Ganadora en PrensaDos
Universidad de Pamplona – Ampliación Cúcuta