CÚCUTA.
Ahí, sentada en una de las bancas del complejo deportivo La Canasta (Ceiba), está Ruth Galvis Zafra. Ha pasado casi tres décadas en el lugar, ha sido testigo de historias de deportistas y los atletas la conocen. Al lado están los productos comestibles que vende a niños, jóvenes y adultos que visitan el lugar para ejercitarse o como compañía. Sonríe y habla despacio.
Al comenzar la tarde, llega, acomoda la mercancía y se alista para atender a la clientela. Entrada la noche, cuando los muchachos han dejado de jugar baloncesto, fútbol sala, balonmano, disco volador, voleibol y patinaje, y los mayorcitos, aeróbicos, limpia el sitio de trabajo, regresa a casa y, seguro, hace cuentas de las ganancias. Ha concluido otra jornada de trabajo.
“En abril cumplí 29 años de estar acá”. En El Malecón fue donde todo comenzó. Luego, un hombre la vio, conversaron y le recomendó el parque. Atendió la insinuación, a pesar de estar distante del barrio Colsag, donde vivía. El siguiente paso fue conocer a la gente y ganársela con amabilidad.
“Toda la vida me gustó el basquetbol. Fui basquetbolista”. Ese conocimiento del deporte le abrió las puertas para tener mejor contacto con los asiduos visitantes del espacio. “Todos mis hermanos son deportistas. Los hijos son patinadores”. Y para completar el cuadro, los nietos salieron patinadores.
El movimiento de muchachos es constante. Unos llegan con el balón bajó el brazo; otros, lucen uniformes de los clubes a los que pertenecen. Los pequeños van de la mano de las madres, los grandecitos buscan dónde vestirse para empezar el entrenamiento.
Los niños que conoció cuando abrió el negocio, ahora son doctores. Si pasan por el complejo o la ven en la calle la recuerdan y la saludan. “Me siento feliz de estar acá”. En esas canchas se han formado deportistas que han alcanzado reconocimientos, ellos también le tienen estimación, porque los acompañó en el proceso y los vio crecer.
Otra virtud de Ruth Galvis es que le gustan todas las disciplinas. No tiene preferencia por el balón marrón, ni por el platillo volador, ni por las cuatro ruedas en línea, ni por el rebote de la pelota pequeña, ni por los aros, ni por las porterías. “Me encantan todos los deportes”. Mira hacia la derecha, sin distraerse, atiende al cliente de turno, voltea la mirada hacia la izquierda, otro grupo grita. Así, pasa las horas, entre el bullicio juvenil y la venta.
La vida, en plan de ironía, le puso este trabajo, porque no tenía con qué comer. Al principio no fue fácil. No la querían dejar, por diversas razones. Luego, recibió ayuda de los vecinos y de los agentes del CAI. “Supieron que era de buena familia”.
Esa recomendación fue suficiente para que la dejaran y la respaldaran. No ha tenido problemas con nadie. A todos les sirve con agrado. Ahora, está convencida de que permanecerá en ese lugar “hasta cuando Dios me lleve”.
RAFAEL ANTONIO PABÓN
rafaelpabon58@hotmail.com
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