David tiene 5 años y ojos verde avellana que contrastan con la sonrisa tímida, es nieto de Noralba. Despierta, hace varios días, junto a su familia en una carpa entregada por el gobierno. Más de 100 familias viven en el coliseo de la Universidad Francisco de Paula Santander, acondicionado como refugio para los casi 700 colombianos desalojadas de sus viviendas en Venezuela. Son víctimas de la crisis desatada por los asesinatos a dos oficiales de la guardia de ese país, el 20 de agosto.
Noralba, de 51 años, tiene la piel morena, el cabello negro y una actitud afable. Reposa en la carpa 72 y en medio de sollozos narra los hechos cuando al llegar al hogar de su hija Adriana, en el estado Táchira, encontraron solo ruinas. No tuvieron el infortunio de enfrentarse a la rudeza de la guardia bolivariana cara a cara. Hacía cuatro días habían decidido marcharse a Valle Plateado, donde el resto de la familia se refugia y soporta la severidad del gobierno venezolano, que hace uso de la soberanía para restringirles la compra de víveres por su condición de extranjeros.
Si alguien sabe de desplazamiento y violencia es Noralba. La primera experiencia la vivió contra un grupo armado que reclamaba las tierras que ella creía suyas. Ocurrió poco más de 15 años, cuando tuvo que salir de Chitagá con lo que tenía puesto y los tres hijos.
Hoy, con voz entrecortada, se ve en la misma condición y de nuevo no sabe qué pasará, porque de nuevo le han arrebatado lo que creía suyo. “Encontramos la casa destruida y las cosas afuera. Una vecina nos colaboró recogiéndolas”. David, sin entender lo ocurrido, preguntaba “mami ¿por qué nos tumbaron la casa?”. La abuela mintió y dijo que se mudarían. Ahora, bajo la carpa, pregunta ¿a esta casa tan fea nos vamos a cambiar?”.
En la carpa 82, Oscar Antonio, sus seis hijos y su esposa Johanna, con la pequeña María José de 23 días de nacida, reciben a las 10:00 de la mañana la primera comida del día. Tres trozos de pan tajado, huevos revueltos y siete granadillas. Las manos del recién ordenado sacerdote Wilmar Torrado entregan el alimento.
El semblante enternecido del religioso delata el estado bisoño frente a dimensión del infortunio fronterizo. Con voz tenue, pero segura, ofrece a Oscar Antonio y la numerosa familia palabras de aliento. “Vivía allá hacía 8 años. Tenía familia en todas partes y a todos nos desalojaron, gente del Chorro del Indio y de Pequeñas Barinas”.
Llegó hasta allá porque acá en Colombia no encontró un terreno libre para levantar columnas, ni trabajo. “Me le mido a todo, pero no me salió nada. En Venezuela teníamos casa, luz, parabólica, trabajo y los niños estudiaban”.
Hasta este refugio llegaron los embajadores de Turquía, Estados Unidos y Corea. Hablaron con los deportados y se llevaron la imagen de la realidad que viven y soportan. Noralba, David, Oscar Antonio, Johana y las 170 familias refugiadas en el coliseo siguen a la espera de soluciones que les permitan retomar la sencillez de su vida o comenzar una nueva, en la que Adriana encuentre trabajo para darle a David esa casa que le prometió; en la que la abuela Noralba vea de nuevo al esposo y al resto de los hijos; en la que Oscar Antonio no tenga que improvisar oficios para asegurarle a Johana, a la pequeña Maria José y a los cinco hermanos la tranquilidad que se merecen.
Una donde ninguna de estas víctimas tenga que verse obligada a culpar ideologías políticas, inclinaciones de derecha o izquierda o la soberanía de un país que durante años los auxilió.
Las víctimas no distinguen fronteras, agresores, benefactores, retribución o pena. Pero penas es lo único que reciben cuando países hermanos deciden castigarlos imputándoles el rol de desplazados, inmigrantes o deportados, con todas las molestias que este epíteto trae consigo.
IVONNE CONTRERAS y DANIELA RAMÍREZ
Estudiantes de Comunicación Social
Universidad de Pamplona
Campus de Villa del Rosario
Foto: Especial para www.contraluzcucuta.co