La tarde del 24 de septiembre del 2000, Luis Antonio Gómez Coronel, habitante de Juan Frío (Villa del Rosario), se salvó de ser la víctima 7 de los paramilitares, que a las 3:00 de la tarde arremetieron salvajemente contra la población. (1). Ese domingo, había más gente de la acostumbrada, debido al consumo de la cachama, pescado que se produce en ese corregimiento. Turistas de Venezuela y Cúcuta fueron testigos de cómo los miembros de las autodefensas, con la lista de la muerte en mano, desencadenaron la masacre, con el pretexto de combatir a aquellos que tenían nexos con la guerrilla.
En el mercado central de Villa del Rosario, está Marcos* con su mujer y su hijo. Esperan el carro para subir con el mercado a la casa. “’¿Qué, Marcos, va a ir a jugar hoy?’, le dijo Javier (amigo de mi marido en ese entonces). ‘Ahora voy. Dejo el mercado, me cambio y allá les caigo’. Luego, nos montamos en el trasporte”. Mientras tanto, en la cancha del colegio estaba la aglomeración de gente para ver el campeonato de microfútbol. Calles abajo, Luis Antonio Gómez pegaba afiches de publicidad de un candidato al Concejo. Casa a casa cumplió lo encomendado y decidió quedarse donde Nohora para convencerla del voto.
En una casa de El Caimito, cerca a la Virgen del Carmen (en ese entonces era un árbol de mamón), los hermanos Martínez estaban frente al televisor. Observaban ‘Comando’, película protagonizada por Arnold Schwarzenegger. El hermano mayor se distrajo, volteó la mirada hacia la calle y vio pasar a varios hombres armados. Susurró al oído de su hermana, “Mire, mire llevan las mismas armas de la película”. Los dos, curiosos, los siguieron con la mirada hasta perderlos de vista. Corrieron a la habitación de la mamá, que estaba acostada y que dudó de lo dicho por los hijos de 15 y 12 años, y creyó que era producto de la imaginación. De repente, los disparos la alertaron, se levantó y cerró la puerta.
Más de 30 hombres armados llegaron en camioneta y varias motocicletas. Se dividieron para hacer simultáneos los asesinatos. “Nos sacaban de las casas para observar la masacre y escuchar las advertencias. A don Julio, le decían ‘El Guajiro’, lo sacaron de la parcela y lo llevaron hasta el palo de mamón. Con la cabeza abajo, lo hicieron arrodillar. Le pegaron una patada y allá le dieron. Como ellos iban bajando, William, un muchacho, se enfrentó a gritos con ellos. Porque se negó a salir de su casa a ver lo que hacían le dieron un tiro en la pierna. A pesar de eso, no se calló y por eso lo mataron. Luego, más abajo, les dieron a los otros”.
Los del primer grupo bajaban a pie por la vía principal. A 300 metros de El Caimito, interceptaron a un hombre de 23 años y sin mediar palabra lo mataron. En la cancha, el otro grupo de paramilitares tenía en fila a los que llegaban en carro desde Villa del Rosario. Y la mujer de Marcos estaba allí. “Cuando veníamos en el carro. Llegando a la cancha, nos hicieron bajar. Era una fila larga, a mi marido lo pusieron a un lado y a mí al otro. Tenía a mi hijo de brazos, nadie sabía qué pasaba. El pánico entró cuando le dispararon en la cabeza a un muchacho que quedó con los ojos abiertos, y el asesino se devolvió y le dijo ‘¿todavía me sigue mirando, maricón?’ y le pegó otro tiro. Todo mundo se volvió loco. Habían matado a Javier, el amigo de mi marido. Fue la cuarta víctima. En esas, dijo uno de ellos: ‘vayan por los otros’.
Iban por los dueños de la casa donde estaba Luis Antonio Gómez. Hoy, vive por un milagro de Dios. “Estaba parado en la sala con la señora Nohora. No tenía ni cinco minutos, cuando bajaron unos hombres enmascarados y dijeron ´ahí está la gente´. Me agarraron, me insultaron y me tiraron al piso, dijeron que no me moviera y que me acostara. Yo lo hice. A ella la trataron peor. Yo sólo pensaba en que había llegado el día de mi muerte. Al esposo lo habían mandado a traer. Cuando llegó, lo mandaron a acostar, el no quiso, lo arrodillaron y lo mataron. Después, le pusieron el arma a Nohora, me agarró la mano y la mataron. Cuando me pusieron el arma uno de ellos dijo: ‘a ese, déjenlo quieto’. Y se fueron. Quedé con un tiro en el brazo. Vivo de milagro”.
Julio César Vásquez, William Palencia, Javier Antonio Gómez Delgado, los esposos Carlos Julio García y Nohora Delgado y un hombre de 23 años, murieron el 24 de septiembre del 2000. Las casas y los carros quedaron marcados con ‘Auc presente’, porque habían llegado para quedarse.
Desde el día de la masacre fueron más de tres años de miedo, silencio y guerra sucia. Cientos de testimonios de tragedias vividas por la violencia paramilitar. Lo más aberrante y repudiado por la sociedad: los hornos de la muerte. “De entre toda la clase de actos demenciales que llegaron a cometer los grupos paramilitares de Colombia durante los años en que más recia se hizo su actividad en el país, ninguna alcanza resultados tan aterradores como los hornos de incineración instalados a partir del 2001 en Norte de Santander, aberración que en realidad es única, pues ni siquiera se podría comparar con las cámaras de gas utilizadas por los nazis”. (1).
Rafael Mejía Guerra, alias ‘Hernán’, fue el comandante paramilitar en Villa del Rosario, en el 2000, hasta la captura el 14 de mayo de 2004. Era el encargado de los hornos.
Salvatore Mancuso, preso en Estados Unidos, confesó que los cadáveres eran incinerados por orden de Carlos Castaño. “Cabecillas paramilitares y políticos nos dieron la orden de desaparecer los cuerpos de las personas que asesinaban las autodefensas”, señaló Mancuso, sin revelar nombres. El detenido también explicó que los paramilitares acudían a incinerar los cuerpos de los hombres y mujeres que mataban porque si no lo hacían, “aumentaba el número de muertes violentas en el país, especialmente las atribuidas a las AUC”. (2)
En el lugar, hoy se mantiene el vergonzoso símbolo de lo que ha sido la desaparición de cientos de víctimas. Llegar allá es una mezcla de pánico, miedo y horror. A esto se añaden la zozobra y la intranquilidad de cientos de familias por saber si entre las 200 incineraciones, según la Fiscalía atribuidas a los paramilitares, están los suyos.
“Lo que hasta entonces era un ser humano, terminaba en un poco de agua negra, que se escurría hasta diluirse en una quebrada al río Táchira”. (3). Hechos desagradables que marcaron este corregimiento por los ‘paracos’ dejaron en la desdicha a las familias que intentan sobresalir.
Hoy, llegar a Juan frío produce sensaciones de alarma. El aire fresco da la bienvenida, los cultivos de hortalizas están esparcidos por la calle larga, en medio de fincas y haciendas el verdor de la naturaleza se muestra en todas sus derivaciones. Más adelante, está la casa Estrella del Líbano, donde se conserva el recuerdo de la Batalla de Juan Frío (23 de septiembre de 1819). Una capilla se mantiene ante el paso de los años, rodeada por el Colegio Agropecuario con la cancha de microfútbol. Los árboles de mango y mamón son particulares en la mayoría de las casas.
Después de casi 12 años, Luis Antonio Gómez Coronel pasea por el corregimiento agradecido con Dios por haberlo salvado ese día de la masacre.
LAURA SERRANO
(*)Nombre cambiado por petición de la fuente
(1) Libro ‘Tantas vidas arrebatadas’, Fundación Progresar
(2) Diario El País
(3) Libro ‘Tantas vidas arrebatadas’, Fundación Progresar
Excelente, diga de un premio; debes inscribirla. Felicitaciones