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La fiesta que durante muchos años fue exclusiva para los niños, en las últimas décadas ha servido para el disfrute de los adultos, con el achaque de liberar a ese ser infantil que todo hombre y mujer guardan en la mente, el corazón y el cuerpo.
‘El Día de las Brujas’ se convirtió en la excusa perfecta para que los mayores de edad cambien el disfraz diario, se pongan ropa cómoda, con adornos que les quedan bien, varíen ese peinado sin gracia que lucen en la cotidianidad y salgan a la calle a divertirse como mandan los dioses de la felicidad.
Es la ocasión ideal para que los grandes vivan sin el afán que les marca el trabajo, sin el estrés que producen los oficios caseros y sin el ajetreo que deben cumplir por ser papás fabricados a la medida de las complicaciones profesionales.
Es el momento para que los viejos de la casa vayan a hacer monerías, a divertirse con las payasadas de los demás y para que los demás gocen con las propias. Es el rato que tiene pocas horas, pero que se vive a plenitud para recordarlo en los próximos 365 días hasta cuando haya que ir de almacén en almacén en busca del siguiente vestido.
Por eso, es fácil ver reunidos a personajes disímiles en la casa del cura que lleva sotana corta y prestada, acompañado por la monja sin recato, con minihábito para la ocasión y secundado por la ratoncita salida de los cuentos de Disney.
Para reforzar la seguridad divina, qué mejor que convidar al angelito, con alas emplumadas y aureola plateada, con la difícil misión de cuidar a la vecindad de los trincherazos que meterá la diabla en procura de ganarse un alma.
Si de guardianes se trata, a la reina madre se le antojó dejar a los guardaespaldas de palacio y prefirió cargar con el celador de la cuadra para que ahuyentara a los posibles súbditos irreverentes con ganas de quedarse con una joya de la corona dorada.
Y no era para menos el temor real. El pirata rojinegro, con parche incluido, seguido por sus dos bucaneras que exhibían las rayas en la franela, estaba al acecho. El trío no ocultaba las ganas de quedarse con el mejor de los recuerdos de la noche.
No contaban estos personajes de ultramar, conque el jamaiquino, el otro Man, el judío, la peliamarilla y la pequeña lacia habían llegado de incógnito y estaban camuflados para preservar el orden en este mundo lleno de fantasía, colorido y música.
Ambiente que entendieron el mimo, la mima y el mimito. Solo hablaron cuando creyeron que era tiempo para expresar ideas, hacer comentarios y contar historias. Blanca la cara, blanca la camisa y blancas las manos, así llegaron. ¿Cómo se fueron? A la inversa.
Porque se sorprendieron con la cabellera larga y el gorro picudo de la bruja, las pestañas sobresalientes y el traje de luto. Moderna, eso sí, porque no anda en escoba sino en taxi.
Y los seres de ultratumba completaron el cuadro. Llegaron entrada la noche, cuando las botellas de aguardiente se habían desocupado y daban paso a la garrafa. Sorprendieron con la vestimenta, la dentadura extralabios, la telaraña a manera de chal, los ojos desorbitados por el cansancio del viaje para estar en esa casa cucuteña.
Al final, todos juntos engulleron la carne que preparó el pirata con la mirada inquisidora de la monja, disfrutaron los chorizos y los que pudieron se quitaron el disfraz para gozar de la fiesta como los mortales que son. Poco a poco se cansaron, la edad compadre, la edad, y en grupos partieron para, al día siguiente, continuar con la rutina de adultos. Era de madrugada.
RAFAEL ANTONIO PABÓN
