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La tragedia de fin de año

No bien comenzada la llamada «temporada navideña» y tenemos que hablar de tragedias, por efectos de la pirotecnia. La cadena trágica comenzó en algunas ciudades del norte del país. Niños y jóvenes sufrieron mutilación en las manos al estallarles artículos elaborados con pólvora. Ese invento fatídico de los chinos, que tanto deslumbra a más de un amante del dinero rápido, aunque llegue como consecuencia de la venta de esos peligrosos artefactos.

Mucha tinta se ha imprimido (o impreso) en los diarios, y mucha retórica se ha utilizado en las emisoras radiales para referir el asunto. Pero no hay oídos que quieran internalizar el llamado a deponer este método de exterminio de inocentes.

Las minorías, las que se rehúsan a abandonar la fabricación de las mortales cargas, que podrían dedicarse a quehaceres más decentes y edificantes, argumentan con no poco espíritu peregrino que de esa actividad derivan su sustento; que, por ende, las autoridades deben permitirles seguir ese explosivo negocio, aunque los menores se sigan mutilando no solo las manos, la cara y las piernas sino que también se mutile la esperanza de una sociedad dolorida hasta los tuétanos por las demás razones de todos conocidas.

Los que constituimos las mayorías, es decir, quienes no creemos que esa sea una «diversión» -como la consideran los pirómanos- sostenemos que es muchísimo más importante y trascendental una vida humana (máxime si es la de una criatura), que las ganancias económicas que puedan tener unos pocos insensatos, que se niegan a dedicarse a otras labores -que las hay muy diversas- para conseguir los recursos de su sustento y de sus familias.

«El fin no justifica los medios», reza la sabia sentencia. Esto es, el derecho a trabajar y a ganar dinero para sobrevivir no puede llevar implícito un atentado permanente contra la vida de quienes, irónicamente, son los que les entregan dinero a los polvoreros a cambio de recibir artículos que han de cercenarles las extremidades.

Hemos escuchado, en épocas no muy lejanas, a gobernantes -como uno que tuvo Santander, por ejemplo- anunciando que son partidarios de que se produzcan, comercialicen y usen tales artículos pirotécnicos. «En Santander nos gusta la pólvora», dijo aquel. ¡Qué horror! Cree ese hombre, no sin poca ingenuidad, que decirles a los padres de familia que controlen a los hijos a la hora de manipular la pólvora, es suficiente para frenar la cadena de tragedias, que termina en hospitales y clínicas, y, en algunos casos, en los cementerios. La inclinación pirómana de unos pocos (aunque sean gobernantes) no es suficiente justificación para atentar contra la vida de los chiquillos.

Ojalá que alcaldes y gobernadores, principalmente, reflexionen seriamente sobre esa amenaza. Que dispongan las determinaciones que sean precisas, para que eviten que los niños accedan a los mortíferos productos de la pirotecnia, invento de «mentes explosivas» y trastornadas, sin duda. La alegría de diciembre no es mayor porque revienten en el firmamento esos adminículos, en mala hora inventados por hombres de mentes agitadas.

Además, las necesidades económicas son de tal magnitud que resulta un verdadero pecado social despilfarrar el dinero en semejantes armas mortales, mientras esos mismos niños u otros, a quienes se pretende «divertir», tienen el estómago pegado al espinazo por el hambre.

El inventor sueco Alfred Nobel, descubridor de la dinamita (1866) y otros explosivos, cargó sobre su conciencia el arrepentimiento del funesto descubrimiento. Por eso cedió su fortuna económica para que se estableciera un premio que lleva su apellido, para todos aquellos que produzcan ciencia y enseñanzas constructivas para la humanidad. No para quienes hagan explotar piernas, rostros y manos de inocentes criaturas al usar pólvora.

¿No podrán también sentir arrepentimiento quienes amasan dinero en diciembre al saber que a cambio murieron, o quedaron quemados en el rostro, los brazos o el tronco muchos niñitos colombianos?

JAIRO CALA OTERO 

Conferenciante – Editor de textos

lenguajecorrecto@gmail.com

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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