PARÍS.- La visita a París, a finales de julio, presagiaba calor por los anuncios hechos de altas temperaturas al comienzo del verano de este año. No obstante, la temperatura fue benigna y no superó los 24 grados, de tal manera que por el contrario fue agradable. La cita en la capital francesa tenía como objetivo preciso asistir al evento ciclístico más importante del mundo en su culminación, el Tour de France.
La fiesta comienza el día anterior, cuando los Champs Elisées se engalanan con las banderas de Francia y son instaladas las barreras que habrán de contener al público al día siguiente. No faltan los carritos dispuestos por la organización para vender los suvenires alusivos al evento deportivo, en los cuales, apostados a lado y lado de la vía, se atiende a los aficionados que formados en una ordenada fila acuden para hacer sus compras.
El día que se corre la última etapa hay que llegar temprano para conseguir un privilegiado puesto, justo junto a la cerca metálica dispuesta por las autoridades y desde allí observar el paso de los ciclistas que hacen su esfuerzo postrero para figurar en el listado de los héroes que cumplieron y su aliento les alcanzó para llegar hasta la meta.
Para esa jornada las banderas no son solo las locales, sino muchas de otros países se asoman a las barandas, predominando en número las de Dinamarca, el país del corredor vencedor en esta edición del tour. Por allá, a los lejos, se alzan unas pocas con los colores amarillo, azul y rojo. Entre las más raras está la de Eritrea, seguro hay un competidor de esa nacionalidad.
Cuando el cansancio empieza a hacer presencia y se nota con mayor rigor en las piernas, aparece la caravana publicitaria que antecede a la ciclística. Coloridas carrozas desfilan a lo largo de la vía haciendo alarde de los productos y animan al público con música y arengas.
Los ocupantes de estos vehículos tienen como tradición parar y bajarse a la vía, frente del Arco del Triunfo para tomarse la foto del recuerdo. Ninguno es ajeno a lo que parece una tradición, hasta la policía francesa cumplió con el ritual. Cuando termina este desfile viene una pausa y se nota que se acerca el momento esperado.
Al culminar la tarde, sin que se haya ido el sol, la emoción alcanza tonos altos cuando se asoman las motocicletas y suenan las sirenas. Se acercan los pedalistas. En una escapada fugaz se adelantan tres y a pocos segundos pasa el pelotón, en el que puede distinguirse a quien viste la camisa amarilla, es el líder, el ganador anticipado.
Jonas Vingegaard avanza flanqueado por los compañeros de equipo encargados de resguardarlo, es el rey, el más grande este año. Aunque el paso es raudo y casi es un instante, este se repite ocho veces, para que los aplausos y el agitar de banderas los salude.
Luego, viene el remate de la etapa y de la carrera. Hay nuevo ganador en el embalaje y se cierra la versión 110 de la mayor carrera de ciclismo profesional. La ceremonia premia a los mejores en el podio, allí donde también un día estuvieron Egan Bernal, Nairo Quintana y Rigoberto Urán.
Es tiempo de recoger las banderas, ajustar el sombrero y emprender la marcha. El viaje, el tiempo de espera y esfuerzo justificaron la grandeza del espectáculo al cual asisten aficionados a este deporte de muchas nacionalidades. Se cumplió un anhelo y se pudo sentir en vivo y en directo el Tour de Francia en su epílogo. Valió la pena.
Texto y fotos: JORGE OMAR PABÓN
Especial para www.contraluzcucuta.co