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TESTIMONIO. El día de mi suerte

Mi hogar lo es todo para mí; aunque, bueno, debo aceptar que ha tenido sus dificultades, quizás muchas, a decir verdad, pero a fin de cuentas es lo único que tengo en la vida, mi familia. Mi mamá, que siempre ha querido lo mejor para mí, mis hermanos y mi papá me han cuidado para evitar muchas cosas.

Las peleas que nunca faltan en el hogar me agobiaron. No las supe manejar de la mejor manera y eso me ha traído consecuencias. Estos problemas me sacaron de mi casa, me enseñaron una vida a corta edad que un niño no debería conocer. Todo esto me ha ayudado a formarme como persona.

Empecemos como debe ser. Primero que todo, soy adoptado. Es algo que mi mamá nunca me ha ocultado y mucho menos he sentido menosprecio por eso. A cambio he recibido ese amor de familia, en cada uno de los seres de mi casa.

Mi madre fuma mucho, siempre la he visto hacerlo, por lo tanto, a los 9 años, probé por primera vez el cigarrillo, a escondidas de ella, claro. Fue un día que estaba con un primo y él estaba fumando. Para evitar que dijese algo al respecto me incitó a que lo probara, me insistió tanto que la curiosidad me ganó y terminé haciéndolo.

Después de esto no podía decirle nada a la familia, era nuestro secreto. Esa primera vez sentí ansias por hacerlo. La verdad, la curiosidad pasaba por mí hacía tiempo. Me hice del rogar para que no lo notara. Me sentí bien al hacerlo, aunque me atoré, pero me dijo que eso les pasaba a todos. Empecé a fumar cada vez que me veía con él.

Con el tiempo empecé a hacerlo más seguido, claro, siempre a escondidas, porque a pesar de que mamá fumaba, nos decía que ese era el peor vicio que podría existir.

Las peleas en casa eran sagradas y empeoraron cuatro años después. Tenía 13 años y tuve una discusión fuerte con mamá, porque no le gustaba que saliera a jugar con mis amigos. Solo quería que me la pasara estudiando y como todo niño quería estar en la calle divirtiéndome.

Esa misma semana me porté mal, a propósito, en el colegio. Los profesores la llamaron para darle quejas de mi comportamiento. Cuando llegamos a casa, me pegó con lo primero que encontró a la mano. En ese momento me llené de rabia y le dije que si me seguía pegando prefería vivir en la calle y la respuesta fue, “pues lárguese, qué está esperando”. De inmediato agarré mis cosas y me fui.

Debo confesar que lo hice lleno de rabia, solo quería ver su reacción, cuál sería su respuesta al decirle que me iba de la casa. Me impresionó. Mi orgullo me obligó a tomar mis cosas y salir, esperaba que fuera detrás mío a buscarme. No fue así. Me di cuenta de que no lo haría y me tocó buscar soluciones de último minuto.

A mis 13 años, buscaba dónde vivir, porque me había ido de casa. Pensaba que no le importaba a mamá, pues por algo no había ido a buscarme, por algo no me había detenido, sentía que todo se derrumbaba poco a poco. Lloraba sin parar en un rincón de la ciudad, esperaba que fuera por mí, pero nunca pasó.

Ese día, en la tarde, conocí a un hombre de una invasión. Era de edad avanzada y había alcanzado a ocupar tres parcelas, y no podía quedarse todos los días para cuidarlas. Le propuse que se las cuidaba a cambio de que me dejara quedar allí sin cobrarme. Muy amable aceptó y ahí viví un tiempo.

Empecé a pasar más tiempo en la calle. No iba al colegio, me la pasaba con mis amigos de un lado a otro. Mi mamá cuando me veía me decía que era un vago, un delincuente, pero, sobre todo, un drogadicto. Me daba rabia, porque me la pasaba en la calle, pero eso no quería decir que consumiera droga. Sus palabras y frases me hacían daño.

Una vez la encontré en el mercado, me trató mal. Traté de explicarle que no consumía droga, que a pesar de mis amistades no era como ellos, que tenía los valores que me había inculcado. Sus palabras solo fueron de desprecio.

Me llené de ira al escucharla. Me daba rabia lo que decía y le respondí, “si usted quiere que sea un drogadicto, eso voy a ser, todo gracias a usted”. Me fui con impotencia y lágrimas que caían por mis mejillas.

Llegué adonde unos amigos que estaban consumiendo. Les dije que quería hacerlo y me preguntaron si estaba seguro. Dentro de mí solo había rabia, así que afirmé mi decisión, aunque en verdad no quería hacerlo. Ese día probé por primera vez la marihuana y sentí que todo cambió dentro de mí.

Sabía que no sería el mismo y del riesgo que pasaba al probarla. Podría volverme adicto y terminar mal, pero en medio de la rabia no pensé bien, tomé decisiones a la ligera. Hoy, pago las consecuencias.

A los pocos meses cumplí 14 años. Pasaba hambre, no tenía dinero y necesitaba muchas cosas. Encontré trabajo, si así se le puede llamar. Por mis amistades y la vida que llevaba en la calle solo conseguí vender droga y algunas veces también robé.

Una persona que conocí me dijo que si vendía droga mi vida cambiaría, que tendría dinero y no pasaría necesidades. Me involucró en el negocio y me convenció de que era la mejor y única salida que tenía.

De esa manera empecé en este mundo infernal, de donde salir es difícil. Así pasé el año. Hice mucho de lo que me arrepiento, porque ciertas veces estuve entre la espada y la pared, tenía que decidir entre mi vida o la de otros. Creo que sabrán que escogí.

Tenía que vender cierta cantidad diaria, recoger el dinero sí o sí, y no consumir de mi mercancía si no tenía para pagar. Esto, de cierta manera, me enseñó a ser responsable, tenía que rendir cuentas o mi vida estaba en peligro.

Cuando tenía 15 años, asistí a una fiesta de amigos y terminé de hundirme. Todo era normal. Bebía, bailaba y la pasaba bien. De repente, llegaron unas amistades y me dijeron que me tenían la última para ponerme a volar. Como la curiosidad mató al gato, pregunté de qué se trataba. Hablaban del perico.

Esa madrugada después de cierta hora estaba ido y acepté probarlo. Fue lo peor que pude haber hecho, porque hizo que se abrieran las puertas de otras sustancias sicoactivas. Esa primera vez terminé mal, ni supe qué pasó. Desde ese día tenía una droga más en mi cuerpo.

Al pasar el tiempo conocí a una muchacha, mi primer amor. La amé con mi vida entera, sentí lo que jamás había sentido por alguien. Fue mi primera mujer, empezamos a vivir juntos. No estaba de acuerdo con mi trabajo y me pidió que lo dejara, que esa no era la mejor salida para nuestra vida.

Duramos dos años juntos. Nunca pude cumplirle la promesa de alejarme de ese mundo; al contrario, cada vez estaba más y más involucrado. Se decepcionó de mí y peleábamos mucho.

Pasados los dos años, recibí la que hoy ha sido la peor noticia de mi vida. Peleamos fuerte el día anterior, tanto que se fue para casa de los padres. Allá, no podía ir, porque no me querían, me odiaban por ser cómo era y el deseo era separarnos.

Llegué a donde un amigo y me dijo, “lo siento, mi más sentido pésame”. No entendía. Pregunté de qué hablaba y dijo: “¿No sabe pana?” ¿Sabe dónde está su mujer?”. En ese momento me dijo la cruda verdad que no quería aceptar, apareció muerta y no se sabe quién la mató.

Sentí que se derrumbó todo dentro de mí. Mi vida cayó a pedacitos. Me negué a aceptarlo, agarré la moto y me fui a la velocidad más alta que pude, queriendo que alguien me matara. Llegué a casa, me alisté y me fui directo hasta donde sus padres para saber la verdad.

Al llegar, la mamá y el papá estaban destrozados por lo ocurrido. Dijeron que no me querían volver a ver, que había muerto por mi culpa, porque al que buscaban era a mí y por no dar información la mataron. No podía creerlo. Me devasté de inmediato y salí como loco. Solo quería saber quién lo había hecho para cobrar su muerte. Los padres no me dejaron verla por última vez, no pude ir al velatorio ni al entierro. Eso fue un golpe duro en mi vida. El hermano pertenecía a una banda contraria a la mía, por lo tanto, me tenía rabia y me amenazó con matarme si me acercaba.

La hermana, en cambio, sí me quería. Me confesó que estaba embarazada y que buscaba la manera de darme la noticia. Esa fue la gota que rebosó todo. En ese momento me derrumbé como persona.

Todo pasó en menos de nada. Se fue peleada conmigo y no lo he podido olvidar. Poco tiempo después, me enteré quién había sido y hasta hoy no lo he podido encontrar. Es como si se hubiera desaparecido de la tierra.

El jefe me ascendió a cobrador y era el encargado de una zona específica. No tenía sentimientos ni piedad con nadie, solo seguía en este mundo para volverme a topar con ese que me quitó al ser que más amaba.

Desde ese entonces me dediqué a hacer el cobro en la zona, en el día. Tuve inconvenientes con dueños de locales y los solucioné. Mi vida no era la misma, tenía un vacío inmenso.

La vida se me convirtió en rutina, nada era distinto. Mi único propósito era encontrar a esa persona para salirme de ese mundo y cumplirle la promesa a ese ser especial que la vida me quitó.

Un día, un hombre no me quiso pagar, lo amenacé y le dije que sabía cómo era el negocio, que esperara su ‘regalito’ en la noche. Me fui con el compañero y no contamos con que el tipo llamara a la policía y llegó de inmediato.

Empezó la persecución. Corrimos como nunca. El agente disparó y le dio en una pierna a mi compañero. Me gritaron que si no paraba hacían lo mismo. No tuve otra salida que detenerme y dejar que me capturaran.

A los 17 años, ingresé al centro de formación. Me dictaron sentencia de dos años y estoy cumpliéndola. En este encierro me he dado cuenta del daño que he ocasionado. Aquí, uno se da cuenta de la realidad y me arrepiento, porque, quizás, si hubiera hecho caso a mi mujer estaría viva y, lo más probable, viviríamos juntos con nuestro hijo.

AIMARA RODRÍGUEZ

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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