CÚCUTA.- A lo largo del año, muchas familias cucuteñas preparan el momento ideal para hacer tamales sin ánimo de lucro. La cuarta semana de diciembre es ideal para dar rienda suelta a esa actividad. La tradición se impone y lo bueno es comer, en la cena del 24, estos envueltos salidos de la olla humeante.
Cada hogar los prepara a su mejor manera. Los hay con sabor llanero, combinados de pollo y cerdo, con aceitunas y uvas pasas, de arroz y guiso con garbanzos, de maíz amarillo o de harina. Las hojas son vitales y se escogen los mejores bojotes para que rindan.
El fogón cumple papel fundamental. La leña se compra por atados o se busca en el solar de enfrente. Los tizones son gruesos para que duren o delgados para que la candela avive. Al comienzo hay que soplar fuerte; luego, el fuego consume los palos y la olla hierve.
Esta tradición de miles de cucuteños se cumple con puntualidad religiosa en una familia del barrio Belén. Los once hermanos Mantilla Cuadros aprendieron la lección muchos años atrás y la aplican con sagrada exactitud en la mañana del día que nace el Niño Dios.
A la cita no falta ninguno. Si alguien anuncia que no llegará, mejor pensar en aplazar la actividad que en cumplirla sin ese brazo fundamental para el desarrollo de la tarea. Por eso quienes viven lejos de Cúcuta abandonan en su ciudad las labores cotidianas para llegar a tiempo y asumir el papel asignado años atrás y que no variará.
Unos piden vacaciones, otros se las toman de hecho para estar con esposas e hijos en el patio trasero de la casa materna a la hora señalada y con la ropa indicada para cumplir el oficio. La jornada no puede tener un hueco en la cadena humana. Se notaría y sería motivo de nostalgia.
Al principio, en los años remotos, los más de 10 kilos de maíz se cocían en fogones improvisados y se molían en molinos manuales. La cocina se industrializó y de la máquina aquella de manivela y tolva pequeña se pasó al motor eléctrico que ahorra energías y agiliza el proceso. La madrugada era buena para empezar la tarea. Ahora, hay tiempo para unas horitas más de sueño.
Comienza el trabajo. No hay necesidad de repetir qué debe hacer cada uno ni con quién debe acompañarse. Los once, más una que otra voluntaria, toman posición. La masa está lista. Hay que darle punto para que no quede con grumos, suelte y se deje moldear. El guiso está preparado. Lleva carne de cerdo, buen aliño y los componentes elementales de un tamal cucuteño.
En el extremo sur, Jesús y la comadre Olga se encargan de hacer bolas de masa que depositan en un recipiente. Las manos untadas de grasa permiten el manejo seguro. Tienen el tanteo dado por la experiencia para que el tamaño del tamal sea el ideal. Mi muy chico ni muy grande, sino suficiente para servir dos al desayuno.
Sigue el llenado de la masa. Inés y Vanessa hacen el hueco en la bola de maíz y con ‘sapiencia suma’ toman el guiso del perol, lo ponen adentro y cierran. Este producto va a la mesa principal donde continúa el proceso.
El ambiente familiar es agradable. De un tema trascendente pasan a uno ligero y sin dificultad. No interesan las opiniones, valen los comentarios. Bien pueden hablar del papa Francisco como personaje del año, como de la muerte del cantante Diomedes Díaz, o de las ocurrencias del alcalde Donamaris Ramírez, o de lo sucedido a la vecina.
En ese ir y venir de frases, palabras y decires aparecen los cuentos de siempre. Solo basta con que alguien recuerde lo ocurrido en el último viaje familiar para que todos hagan comentarios que suenan chistosos y permiten las risotadas. Esos chistes los han oídos y contado en las últimas cinco reuniones y todavía los disfrutan a carcajadas.
La mesa central está copada por Myriam, encargada de escoger las hojas, previamente sancochadas, separar los pedazos que servirán para envolver los tamales y tirar al piso los trozos rotos. Pareciera que es quien menos esfuerzo hace, pero la justificación está en que debe tenerse ojo para la selección y ella es la experta.
Cecilia y Rosalba toman las hojas y enrollan las bolas de masa con guiso. Son las encargadas de darles la forma cilíndrica a los tamales. Dos, tres, cuatro vueltas, doblan las puntas y las entregan. La agilidad ganada con el tiempo les permite ir al ritmo del paso anterior.
Luis y su esposa Trina tienen lista la cabuya. Toman el atado y lo amarran. La cantidad es suficiente para no permitir que el calor las desate y que al otro día no haya dificultad para soltarlo y servir el delicioso alimento.
De la línea trasera llega otro gracejo. Vuelven a escucharse las carcajadas propias de este grupo caracterizado por la hermandad. No hay distracción, solo es un momento para la diversión. Los recuerdos asoman a la mente de los Mantilla y repiten las vivencias con la misma gracia de la primera vez, hace unos 10 años.
Miguel y Monguí no están en la mesa central. Trabajan juntos en un costado. También están encargados de envolver y amarrar. La pareja está sincronizada. No despabilan para no quedarse en el cumplimiento de la tarea asignada.
Los tamales están listos. El resultado de esas largas horas de dedicación son 400 ‘cilíndricos mantecosos’ que Silverio, con cuidado extremo, ordena en dos ollas gigantes, cubiertas con los pedazos de hojas que no sirven para la envoltura. La labor ha terminado. Hay regocijo. Otro año que se cumplió con la tarea. El fogón industrial y a gas se encargará del resto. No hay leña para atizar, ni fuego para soplar.
El remate de la tradición dice que el sitio de trabajo hay que dejarlo limpio. Entonces, comienza el desorden. Entre todos se lanzan agua y se emparaman, porque así lo han hecho en los últimos 40 años. Risas, juegos, chistes, recuerdos. La ‘tamaliada’ de los Mantilla ha terminado. Mañana, en el comedor de los once hogares, aparecerán los tamales que hace mucho tiempo les enseñaron a preparar doña Carmen y don Silverio.
RAFAEL ANTONIO PABÓN