SALAZAR – Norte de Santander.- La frescura de la naturaleza, el canto de las aves y el golpeteo agradable del agua del río contra las piedras acompañan el recorrido al santuario de la Virgen, en Salazar de las Palmas. Los paseantes caminan los kilómetros con alegría y en el cuerpo se estremece el espíritu del regocijo. La mente actúa despejada, mientras los ojos se distraen con la belleza de los árboles.
Temprano en la mañana, para aprovechar el rocío, hombres y mujeres, de cualquier edad, inician el caminar por el sendero trazado en cemento. Las incomodidades de antaño están superadas. No hay obstáculos que dificulten los pasos ligeros para llegar a la cúspide en menos minutos.
Las voces de los peregrinos se escuchan como complemento al trino de los pájaros que silvestres viven en el lugar. No hay unidad en la conversación y las palabras solo sirven para mitigar el esfuerzo físico hasta alcanzar el objetivo. Se habla de cualquier asunto.
Hay risotadas, porque un tropiezo se convierte en chiste; hay lamentos, porque avanzar con tacones es difícil; hay comentarios, porque alguien que pasa al lado lleva una mascota inusual; hay sonrisas, porque el niño va alegre mientras da pequeños saltos, y hay emoción, porque Nuestra Señora de Belén pronto aparecerá.
Desde el comienzo del camino se insinúan las ventas ambulantes que ofrecen camándulas, estampas, calcomanías, escapularios y llaveros para espantar al maligno que acecha. Los precios son módicos y están al alcance de cualquier bolsillos, sea llegado de la ciudad o bajado del campo. El costo es tan económico que pueden llevarse varios objetos.
En otros puestos se ofrecen alimentos. Solteritas y obleas para los golosos; galletas enormes de harina con queso rallado para los que acostumbran a hacer mediamañana, y chicha para los que conservan el recuerdo de las épocas pasadas.
En el anafre arden las brasas que asan los chuzos, los chorizos, las mazorcas, las papas y las arepas. Cualquier bocado es bueno para tomar aliento y subir sin afanes. Los que aguantan el apetito se desquitan en el restaurante al bajar y compran sancocho, pollo y carne asados, y mute.
“Pregunte no más y siéntese que ya lo atendemos”, es la voz de la joven que carga entre los brazos una bandeja plástica que servirá para llevar los platos repletos de comida hasta las mesas donde esperan los ávidos comensales. El movimiento es bueno.
Los ingeniosos para ganarse unos pesos extras llegan con botellas plásticas desocupadas que ofrecen a los creyentes para que vuelvan a casa con agua de los siete chorros. Las hay de diferentes tamaños y el precio varía según la capacidad de almacenamiento.
Los pasos del viacrucis marcan el tiempo del recorrido. Desde la primera estación los caminantes sabrán cuántos minutos gastarán en el paseo. Un descanso intermedio, un respiro, una fotografía del paisaje y a seguir. La prisa es por cumplir y llegar a la meta.
Pocos avisos advierten acerca de los componentes del sendero ecológico. Una valla de mediano tamaño, anaranjada, da la bienvenida a La Belencita. Esto significa que se está cerca del santuario. Antes, hay que detenerse en la imagen gigante de la Virgen. En ese sitio la india Catalina recibió la visita de Nuestra Señora de Belén.
La aparición ocurrió en 1671. Hace 343 años se mantiene la fe en la Virgen y el trascurrir del tiempo la aumenta en los fieles que van a bañarse, a agradecerle favores recibidos, a pagarle promesas o simplemente a pasar un rato agradable.
En la cúspide del recorrido aparece el templo a medio construir. Falta mucha inversión para terminar la obra. Por ahora, solo están el mesón que servirá de altar y el terreno. Las paredes y el techo aguardan por otro empujón económico.
Desde este lugar se observan los siete chorros, que “indican plenitud de vida”. La fila para pasar por debajo del agua es larga. Parece interminable. En el pozo la gente se mueve con parsimonia. A pesar del frío, los que coronaron pasan una y otra vez para purificarse por completo. No quieren dejar nada sin empapar.
La salida da al altar donde espera la Virgen. Las veladoras encendidas son muestra del fervor. En seguida, aparecen las placas con mensajes de agradecimiento. “Doy gracias a la Virgen por el favor recibido”. La leyenda se repite una y otra vez. Y por si a alguien se le olvidó comprar el recuerdo, ahí está la caseta para ofrecérselo.
Los niños tiritan por el frío, las mujeres se cruzan de brazos para abrigarse y los hombres, descamisados, muestran valor. El paseo terminó. La cuenta con Nuestra Señora de Belén está saldada. Habrá que aguardar otra necesidad para volver a prometerle el sacrificio de pasear hasta el santuario, bañarse, comprar el escapulario y consumir cualquier alimento ambulante. Así es la fe.
RAFAEL ANTONIO PABÓN