El cuerpo de María (*) se estremece al pensar que pronto llegará diciembre y que no pasará esas fechas especiales junto a los dos hijos que un día salieron de casa en busca de prosperidad económica y encontraron la muerte. Como refugio para ese dolor de madre que siente hace una década, le quedan dos nietos que han crecido en medio de la incertidumbre por el futuro que los aguarda.
Relata con serenidad lo ocurrido. La voz es un clamor a la necesidad de saber dónde están sus muchachos. El varón, de 17 años, y la hembra, de 21, viajaron para La Gabarra, porque allá encontrarían cómo solventar la situación económica precaria que afrontaban en el hogar. El fin era tener una mejor vida.
La gente los relaciona con los raspachines, con ese ejército de hombres y mujeres que, a mano limpia, deshoja las plantas de coca para luego transformarlas en el estupefaciente que acaba con la vida de los humanos. María los defiende como lo haría cualquier mamá. “No, ellos se fueron porque había una necesidad grande en el hogar”. Y no volvieron.
Los dos partieron en busca de alguna plata y dejaron dicho que volverían en diciembre. Si no podían llegar en esa fecha especial para las familias que gozan con las fiestas de Navidad y Año Nuevo, enviarían dinero para sufragar los gastos de la casa. Habría regalos, ropa nueva y felicidad. “El fin era que ellos trabajaran”, repitió esta mujer que no encuentra cómo remplazarlos.
De repente, como al mes del viaje, la llamaron. La voz del interlocutor no era conocida, ni parecida a la de alguno de los hijos. Al otro lado del teléfono le preguntaron que si ahí, en su casa, ‘estaba una de las víctimas’. Respondió negativo y escuchó la segunda pregunta, la que la hizo sentir miedo y angustia. Le dijeron si les había hecho el novenario, porque los habían matado.
No hubo mayor diálogo. El tiempo pasó en medio de la incertidumbre. En el calendario había una esperanza. El hijo debía venir el 26 de mayo, porque necesitaba pagar una plata por el servicio de acueducto. No llegó y la deuda quedó pendiente. “Luego, seguí espere y espere, a ver si llegaba. Realmente, solo esperaba”.
Otro día, en la calle, alguien se le acercó y le dijo, ‘¿oiga, dónde está la hermana del muchacho?’. “No, la hermana tampoco ha llegado”, atinó a responder. Cansada por la espera, comenzó la búsqueda. Nadie daba razón ni tenía respuestas a sus preguntas.
Al ver que no volvieron, ni llamaban, se dirigió al Palacio de Justicia, a la Fiscalía. Le contó la historia a una mujer que nunca la atendió como merecía. Por el contrario, recibió reproches en la oficina y la calificaron de ‘irresponsable’. Lo primero que le gritó esa mujer fue ‘usted, una mamá disque dedicada a los hijos y ¿hasta ahora viene a preguntar por ellos?’.
“Le dije, señora, no puedo estar aquí y allá. Soy madre y tengo otras dos niñas para criar”. Por allá, a regañadientes, la atendieron. Le recibieron el caso, la mandaron a la Sijín y le hicieron la prueba de ADN. “Eso quedó en la impunidad. El caso quedó cerrado”.
Alguien le recomendó ir a Justicia y Paz. Esa otra dependencia vio el caso y le preguntaron dónde ocurrieron los hechos. “Lo único que supe es que quedaron en El Martillo, parte alta de La Gabarra, en una fosa común. No conozco por allá. Hasta el sol de hoy no volví a oír la voz ni las quejas de mis hijos”.
Bienestar Familiar le otorgó la custodia de los nietos. La niña tiene 12 años y el joven 16. Son hijos de la muchacha. El varón no dejó hijos. La espera por el regreso continúa. No ha habido nadie que diga que los conoció. “Para mí es extraño, porque estoy segura, muy segura, de que hay gente que los conoce. Cuando llegan como raspachines hoy están en un lado y mañana en otro”.
La desaparición ocurrió en el último año de hegemonía paramilitar en El Catatumbo. Sin embargo, los jefes no han querido reconocer nada, ni le han dado una razón completa que satisfaga sus esperanzas.
Hace dos años, llegó ‘un payaso’ y le dijo a María que sabía dónde estaban enterrados los hijos. ‘Si quiere, le damos el tiempo necesario para que con sus manos los saque de donde están’. A pesar de la angustia y del deseo por conocer dónde están los muchachos, la mujer no se convenció de esas palabras.
“Al tipo no lo distingo, no sé quién es. Me da pena, pero la justicia no la hago yo. No voy a sacarlos con mis manos porque desenterrar un cadáver es delito”. Si aceptaba la invitación debía acudir sola, sin la Fiscalía ni nadie más. La razón resultó falsa. El hombre no volvió a aparecer. Desde entonces clama porque se le diga la verdad acerca del paradero de esos hijos que salieron en busca de una mejor vida y encontraron la muerte. “A cada diciembre los veo llegar”.
Ahora, la preocupación la encierran los nietos y no quiere que corran la misma suerte de la madre. “Estoy muy afectada y otro golpe no lo resisto. Puede pasar lo mismo”. Tiene susto de que se repita la historia.
RAFAEL ANTONIO PABÓN
Foto: Fundación Progresar-Cúcuta