El problema comenzó cuando el presidente Nicolás Maduro sacó a la fuerza a los colombianos que vivían indocumentados en la zona fronteriza entre Colombia y Venezuela. Fueron desterrados como delincuentes, por considerarlos paramilitares y contrabandistas.
Ahora, viven un caos y el tiempo se les detuvo. Recuerdan lo que vivieron los antepasados en la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis violentaron y humillaron física y psicológicamente a la comunidad judía.
Los guardias venezolanos marcaron las casas para demolerlas y sin otra opción qué escoger decidieron escapar. Solo quedaba volver a la patria natal, donde crecieron, para hacer valer los derechos como colombianos. Al llegar al país se les brindó refugió en albergues con ayuda de entidades gubernamentales, la Cancillería y la Policía. Recibieron apoyo económico y psicológico.
Este hecho se constituyó en noticia relevante y los medios de comunicación hicieron un llamado, tocándoles el corazón a los colombianos para que se solidarizaran con los afectados. La ayuda solo duró unos cuantos meses. ¡Vaya sorpresa! El escándalo había pasado de moda, otras noticias ocupaban los titulares. Los refugiados quedaron abandonados, en el olvido.
¿Ahora, quién podrá defenderlos? Nadie se acuerda de ellos. Permanecen solos y desamparados, llegaron al canal Bogotá, un lugar despiadado y moribundo, en medio de un paisaje aterrador. Les queda la opción de permanecer allí y sobrevivir en esa cruda realidad que los azota.
Familias hermosas, con grandes historias y recuerdos inolvidables, dejan medio corazón al otro lado de la frontera. Historias que marcan su vida después de tener una existencia feliz, ahora convertida en pesadilla de la cual quieren huir.
Las noches son frías, melancólicas y grises. Los días largos, calurosos y tristes. Quieren escapar de esa verdad que los atormenta. Muchos niños, en compañía de los padres, viven el eclipse total en la ciudad. Estas familias deportadas esperan con cada amanecer la llegada de un milagro que haga realidad el sueño de organizarse, tener un empleo, porque aunque están capacitados para desempeñar un oficio son discriminados.
Los niños mantienen el deseo de estudiar, asistir a un colegio a aprender, jugar y soñar. Esos sueños se rompen como cristales por la realidad que tienen al frente. El gobierno municipal no envía el auxilio necesario para estas familias “que exigen vivienda”.
El Centro de Migraciones, en el barrio Pescadero, alberga a esta gente que sueña con tener el paraíso, casa, trabajo, estar unidos en familia y no separarse jamás.
El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), regional Norte de Santander, pudo haber sido el arcoíris que cambiara al máximo la situación de esos niños, pero fue todo lo contrario. La negligencia generó daño en este caso.
¿Adónde irán a parar? ¿Qué camino deberán tomar? ¿Llegará una luz de esperanza para ellos? ¿O solo quedará en un simple y fugaz recuerdo? En verdad quieren que les digan que algún día encontrarán ese paraíso lleno de felicidad.
María Fernanda Bohórquez
Julieth Ortega Latorre
Estudiantes de Comunicación Social
Universidad de Pamplona – Cúcuta
Campus de Villa del Rosario