La caminata termina cuando la luz se oculta. Ya no habrá más huellas. Los pasos, entonces, comienzan a darse con cautela.
Conocí un ángel. No sé la hora exacta, sólo que había un día luminoso. Sus alas trasparentes tenían el encanto de la persuasión. Sonreía, sabía mirar adentro, adonde sólo alcanzan los santos, y muchas veces pude guarecer al amparo de su voz, porque poseía un dejo melodioso parecido a un abrazo.
María Teresa era esa figura celestial que alumbraba caminos con sus ojos. Fue una paciente y fiel esposa, una madre ejemplar, una amiga fidelísima, una hermana, una pariente considerada y respetuosa, una suegra admirable y una entrañable vecina, cuya amabilidad invitaba siempre a degustar un tinto.
Todos sabemos que su larga caminata ha dejado muchas huellas; que sus pasos aún resuenan en las sendas y que cada vez que miramos al cielo, su nombre comienza a dibujarse en las estrellas.
Tal vez no sea tan cierto que el adiós que hoy le damos es de despedida, porque los ángeles suelen ser seres celestiales a quienes siempre les damos bienvenidas.
Desde el viernes en la noche ha empezado a caminar en nuestras almas. Así es como debemos aprender a conocernos. Algo de María Teresa Meza camina, hace su viaje en el tiempo, en cada uno de nosotros, y de ella tomamos la limpieza tibia de su lúcida mirada, su sonrisa amable, su voz, la del ángel que nos mira si lo hacemos con amor, como ella lo hiciera cada vez que nos hablaba.
Creo que ya es hora de sentirla. Nos pide una sonrisa en honor a la paz y descanso que hay hoy en su cielo. En este mismo instante, esa mujer hermosa que hablaba con Dios a toda hora, que tenía alas de ángel, ojos de ángel y la voz amable como de los ángeles, nos está diciendo que sigamos el camino con los pasos firmes para llegar adonde siempre hemos querido, y que inclinemos un tanto la mejilla, porque nos quiere dar un beso.
Foto: MARCO SÚA