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Los caminos verdes del ganado: aventura auténtica

“Secundinooo… Secundinooo”, es el grito  al  otro lado del río del muchacho enviado por el ‘español’ para avisarle  que alertara la cuadrilla de ganaderos, porque esa tarde debían estar en Pajarito a la espera de nueve camiones  de ganado gordo, que desde la Costa llegarían para  arrearlos hasta el matadero venezolano. Serían las 11:00 del día, y se  presagiaba lluvias, como todos los de esa  temporada.

“Ya lo escuché… no joda tanto”,  contestó  el vaquero levantándose del chinchorro, donde pereceaba la siesta del almuerzo. Este  era el caporal de  doce veteranos  hombres de a caballo, curtidos en faenas de  vaquería, capaces de permanecer sobre una cabalgadura días enteros y diestros en los quehaceres de la ganadería: soguear, derribar, manear, mantear, herrar, valonar, arcionar y domar animales cerreros.

Como este grupo había muchos más a lo largo de la frontera colombo-venezolana, surcada por infinidad de trochas clandestinas, llamadas ‘caminos verdes’. Era la época en la que el bolívar superaba  el valor de los $ 15 colombianos. Se vivía una de las bonanzas económicas más significativas regionales y el contrabando era variado e  intenso.

El capataz vivía en un ranchón de palma, en una barranca a la orilla del río, con la familia compuesta por la mujer y cinco muchachitos. La vida trascurría  entre la arreada de ganados y la holgazanería. Cuando no había trabajo se dedicaba a  pescar, herrar  o  valonar las bestias, que cuidaba celosamente, pues constituían la herramienta  de trabajo.  El entorno de la vivienda era una pequeña parcela de pastos para las tres cabalgaduras y una huerta de frutales y  pan coger,  para el autoconsumo.

Informado de la actividad que emprenderían en las próximas horas, el ganadero trajo el caballo y comenzó a aperarlo con mucha curia. Se plantó el sombreo de fieltro, amarró la soga y las espuelas  a la silla, el caucho para la lluvia, la linterna, un paquete de cigarrillos y la yesquera; todo acondicionado en una mochila de fique con cargadera, común entre los jinetes. Sólo faltaba el  avío, que la mujer preparaba: carne asada, yuca cosida, arepa y un termo con café. Al paso por el caserío comprará un par de alpargates de suela y un litro de aguardiente.

Reunido el grupo, emprendió camino al sitio convenido para desembarcar un centenar de novillos gordos, provenientes de haciendas ganaderas del Magdalena Medio. Una vez recontado el número de animales, empieza la travesía  para cruzar ilícitamente la frontera con el ‘atao’ de reses que vale toda una fortuna, la cual queda a expensas  de estos intrépidos hombres.

Es  un poco más de media tarde. Llueve intermitentemente. Los caminos están  insoportables, las bestias se atollan hasta las verijas, el sol hace días no aparece,  los ríos están casi desbordados. Es la época de aniegos. El recorrido en condiciones normales  será de 10 o 12 horas, obligando a los arrieros a vadear o cruzar ríos y quebradas, peligrosamente en estos tiempos. Sólo la audacia de estos centauros reta ese desafío. Estos pasos eran sitios tradicionales y en ellos había vogas experimentados, que con sus cayucos ayudaban a paletear las reses, en tiempo de inundaciones, para evitar que se ahogaran.

Las contingencias de la trocha: principalmente, conservar el orden o el sometimiento de una manada de ganados ariscos, bravos, fatigados, hambreados; para esto la cuadrilla es supremamente diestra, este es su oficio, su profesión. Por lo regular, el equipo se distribuye de acuerdo con las destrezas de cada uno. Unos, puntean o cabrestean el rebaño; otros, se distribuyen a lo largo por los costados, les dicen paleteros,  y  los restantes arrean o aprietan  el rebaño. Para hacer menos tediosa la labor  intercambian posiciones. Todos son expertos  con la soga, bien sea  al  chipiando o   boleando.

Este trabajo en las trochas clandestinas es duro… ‘pa’machos’, de hombres rudos armonizados con la cabalgadura mular o caballar. Estas bestias adiestradas para el oficio son animales resistentes, sometidas a hambrunas, de acuerdo con las jornadas;   obligadas por los jinetes a salvar trechos escabrosos, por el doloroso aguijoneo de las espuelas. Cuando termina el trabajo, terminan sudorosas, famélicas, hambrientas, laceradas y embarradas, prueba de los fangales caminados.

Los dueños de los ganados, conocidos como ‘patrones’, previendo las ‘mordidas’ de las autoridades aduaneras rurales colombianas o venezolanas,  suministraban gruesas sumas  de pesos y  bolívares a los ganaderos, porque comúnmente  estas autoridades les salen de improviso en cualquier atajo del camino y es necesario ‘el arreglo’. En esto era ducho el capataz, quien  lleva la tula.

A lo largo del sendero había muchos colaboradores, llamados ‘moscos’,  con la misión de alertar al grupo sobre alguna dificultad en el camino, casi siempre relativa a alguna ‘patrulla especial’  de agentes, lo que obligaba de manera urgente a desviar la manada o a camuflarla en un ‘paradero’. Los paraderos eran   fincas de paso, donde  podían dejar los ganados por contratiempos o inconvenientes. Esto era sólo por unos días. Cada trabajo o servicio  que se necesitara en estos menesteres era bien remunerado, pues el negocio era tan bueno que aguantaba hasta pérdida de cabezas durante el ejercicio, sin preocupar mucho a los dueños. Esto trajo como consecuencia actos de abigeo, comentados entre la gente.

La misión termina en un frigorífico venezolano, donde inmediatamente reciben los ganados, que pasan directo al matadero. El patrón liquida a la cuadrilla, que regresa en las cabalgaduras  por el mismo trecho. Un auxiliar se encarga de entregarlas a este lado de la frontera. Los ganaderos, con buen dinero en el bolsillo, se acicalan  y regresan  en carro por el Puerto, donde se aprestan a derrochar lo cobrado, en francachelas de dos o tres días,  ostentando poder adquisitivo,  con trago, música, comilonas y  muchachonas alegres,  que se consiguen en burdeles,  característicos del lugar. Después, regresan a sus ranchos, con algún chiril para la mujer y los hijos, mercado y chucherías, para descansar, reponer energías, rehabilitar las bestias y esperar repetir el trabajo, de pronto por otro rumbo.

 CIRO A. RAMÍREZ DÁVILA

 cardagro60@hotmail.com

 

 

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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