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Una vez embutidas y amarradas, las morcillas se cocinan y se cortan, luego entran en reposo.

EXPERIENCIA DE VIDA. Hacer morcillas es un oficio digno de admirar

CÚCUTA.- A buena parte de los colombianos les daría hambre al hablar o pensar en una morcilla. Sí, esas que venden en una olla en la calle con picante y limonada. ¿Quién que diga ser colombiano puro y criollo no las ha probado? Tenía la respuesta exacta hasta hace poco. Ahora, es una experiencia de vida que ni cuando tenga 80 años, si es que llego a esa edad, voy a olvidar.

Cuando dijeron que hacer morcillas no era trabajo fácil, no lo creí. La mayoría de las veces se tiende a subestimar lo que los demás hacen, porque nadie trabaja más duro ni tiene una vida más complicada que uno mismo.  En medio de esa incredulidad terminé en el patio de una casa en el barrio Belén (Cúcuta), lista para hacer morcillas. La ropa no cuadraba con la ocasión. Esa pinta que parecía la más adecuada, no llegaba ni a asomarse a la realidad.

Al principio el trabajo se  hizo fácil, solo era picar 20 pimentones en cuadros grandes. ¡Qué tarea tan relajada! Alguien leyó la mente y cambió el oficio; ahora, a pelar cebolla larga para el guiso del arroz. Los dos encargos siguientes fueron mejores. Extender el arroz; picar papa en cuadritos, lavarla y botar la mugre. Al cabo de unos minutos, en uno de los mesones  había cimarrón, ajo porro, cebolla larga, perejil, guascas, col y berro.  Bastaban para hacer unas 350 morcillas.

“Agarre cuchillo y tabla, mija”, porque picar es la siguiente actividad. Los dedos empiezan a ampollarse después de 15 minutos. Monguí, una de las hermanas que trabaja como morcillera, al ver la lesión en las manos se compadeció y dijo “si quiere deje así”. No podía quedar como una nenita, la miré, puse la mejor sonrisa y respondí que estaba bien.

¡Bendita cebolla! Estaba declarada la guerra. Con ayuda de ‘La Negra’, que pica con envidiable facilidad, terminó el trabajo. Mientras cortaba una manotada, ella hacía lo mismo con tres. Las hierbas picadas se meten en un caldero grande, con el pimentón y el ajo licuado. Ese es el guiso que se le echa al arroz y se deja reposar. Hasta aquí, todo huele bien y no es complicado.

9:30 de la mañana. Hora de desayunar. Algo raro pasa en la cocina. Al arroz le agregan un líquido negro y espeso. La pregunta natural surgió de entre la desconfianza y la inseguridad. ¿Qué es eso? La respuesta es obvia, solo que no lo podía asimilar. Un ingrediente fundamental de las morcillas es la sangre. Otra pregunta ¿está cruda? Respuesta afirmativa. Solo la licúan con ajo. La revolvieron con el guiso y después la probaron. ¡La probaron! Fue lo único que no me atreví a hacer, a pesar de la propuesta. Era mejor decir que no, antes que vomitar.

Con la tripa la experiencia resultó mejor. Un toque ligero para entrar en confianza; luego, viene el amarre de porciones con una pita. Más ampollas en otros tres dedos. Embutir el arroz, aunque no se haga de manera excelente, tampoco es complicado ni tan horrible como parecía. Es más, el asco había pasado. Una vez embutidas y amarradas, las morcillas se cocinan y se cortan, luego entran en reposo. Es de igual modo, tiempo de descanso para todos.

2:00 de la tarde. Hora de retomar la jornada para fritar. El trabajo está casi terminado. El cansancio no es comparado con la satisfacción de saber que había hecho algo que nunca en la vida hubiera imaginado. Me sentía orgullosa. Unas palabras interrumpieron esos pensamientos “¿Las quiere probar?”. ¿Qué hacía? No podía decir que no. Si habían pasado los dolorosos era la justa hora de los gozosos, que más bien parecían tortuosos. Era mejor si la historia quedaba en que pude ayudar a hacer morcillas, y no que de paso había comido. Demasiada adrenalina y ruptura de esquemas por un día.

Hora de salir a vender. Se terminaron los últimos detalles; empacar, apartar el pedido de 150 picantes para una fiesta y acomodar en ollas y bolsas las morcillas restantes. Los puntos de venta están en la calle 10 con avenida 8 y en la calle 11 con avenida 6.

En la Estación Central, pleno centro cucuteño, al instante los clientes se amontonan, hablan con la boca llena, se desesperan, impacientan, gritan, se enojan y piden más. No hay un minuto para tomar aire. Ocho para llevar, tres para comer en el lugar. Nunca hubiera pensado que a tanta gente le gustara la morcilla con papa cocida, picante y limonada.

No entiendo cómo esas mujeres, valientes y dignas de admirar, se levantan a las 3:00 de la mañana para trabajar. Los martes, día para limpiar la tripa, la labor comienza a las 2:00 de la madrugada. Son mujeres echadas para adelante que criaron a los hijos con el sudor de la frente, producto de jornadas extenuantes.

Al regreso a casa, me senté en la cama y desperté al otro día. El dolor en las uñas y la espalda era intenso; las ampollas en los dedos de las manos eran la prueba del deber cumplido. En la tula, un paquetico de cinco morcillas que Monguí me regaló por haberla ayudado. Será difícil  olvidar a esas guerreras que se ganaron mi cariño y comprensión. No volveré a ver las morcillas del mismo modo. No lograron que me gustaran, hicieron algo mejor, que entendiera el trabajo que hay detrás de la tarea que parece simple, y que descubriera la parte negra de una morcilla.

ANDREA PAOLA NOVOA

Universidad de Pamplona

Campus de Villa del Rosario

Foto: Especial para www.contraluzcucuta.co

 

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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