El vuelo tardó varios minutos en partir. Una empleada de la aerolínea anunció por megáfono que el tráfico aéreo en El Dorado (Bogotá) era el motivo principal de la anomalía. Los pasajeros escucharon el mensaje y no protestaron. Permanecieron tranquilos en las sillas metálicas y brillantes de la sala de espera tres, del aeropuerto Camilo Daza (Cúcuta). Parecía que no tenían afán por llegar a la capital del país.
Una mujer, con acento venezolano, descargó la hija en la fría banca, encendió el teléfono celular y le programó los juegos con los que acostumbra a entretenerla. Miró el reloj, hizo cuentas según el horario de su país y preguntó si le alcanzaría el tiempo para hacer trasbordo hacia Lima. Si el avión no demoraba más de lo previsto, no perdería la conexión. Habló un poco del chavismo, movimiento político con el que no comulga, mostró fotos de niños metidos en cajas habilitadas como incubadoras, hecho ocurrido en Caracas, dijo no comprender a los seguidores de la línea roja rojita y guardó silencio.
– Pasajeros con destino a Bogotá, favor prepararse para abordar – la voz masculina ordenó el ingreso; primero, los de la parte trasera; luego, los de la mitad; y por último los de la primera clase.
El Airbús-320 estaba en la pista. Los viajeros eran muchos y formaron una larga fila para llegar al túnel y entrar a la nave. Murmullos, saludos atrasados, abrazos y las últimas despedidas con familiares y amigos que permanecían pegados al vidrio que separa la sala del resto del aeropuerto.
– ¿Por qué si uno llega 15 minutos tarde no le permiten subir al avión? Deberíamos hacer una manifestación y no subirnos – la queja la presentó un hombre que no llegó a la hora indicada sino 30 minutos después. Lo salvó el retraso y ahora protestaba por la demora para despegar.
Hombres y mujeres, niños y adultos, tomaron asiento. Las azafatas, bellas como de costumbre a pesar del uniforme que les hace perder la forma corporal, ayudaron en el acomodamiento de cada cual y dieron las recomendaciones de última hora.
Todo parecía normal. De pronto, apareció el Pasajero de la silla 12 – K. Era un humano corriente. Vestía camisa azul con cuello blanco. La llevaba por fuera, sin el protocolo de la corbata. Empujó a los compañeros de hilera y se disculpó. Quizás no lo reconocieron. Dio las últimas instrucciones por teléfono celular, apagó el aparato y se dispuso para disfrutar del recorrido. El avión tomó velocidad y despegó
Desde la ventanilla, el hombre observó a Cúcuta. No despegó la mirada de las casas que aparecieron pequeñitas. La ciudad, vista desde esa posición, no muestra los problemas que encierra cada barrio, ni deja ver las necesidades de los habitantes. Se asemeja a un pesebre de los que se arman en Navidad. No apartó la mirada de esas viviendas y edificios, que con el paso de los segundos y la velocidad de la aeronave, se hacían cada vez más imperceptibles.
Las nubes borraron la imagen de la capital de Norte de Santander. Arriba, a 24.000 pies, no hay guardaespaldas, ni secretarias, ni comunidad que moleste, ni lagartos que pidan ayuda, ni políticos que exijan contratos, ni campesinos que organicen paros, ni alcaldes que lloriqueen, ni periodistas que carguen incienso, ni teléfono móvil que suene a cada segundo, ni Cúcuta Deportivo. La soledad es buena compañía.
La elegante azafata empuja el carrito con los refrescos. La voz es suave. Tanto que no alcanza a despertar al sujeto que protestó por el retraso para partir. Algunos viajeros prendieron el monitor que va pegado al espaldar de la silla que tienen al frente. Unos, para ver películas; otros, para echarle un repaso a la historia de los 20 mejores futbolistas, en todos los tiempos, y los demás para ver los comerciales.
– ¿Agua, jugo o gaseosa? – preguntó la aeromoza al hombre que seguía pegado a la ventanilla. Miraba al infinito para llegar con la mente despejada y cumplir con las diligencias previstas. Debía asistir a una serie de reuniones oficiales.
– Agua al clima, por favor – respondió. Recibió el vaso plástico y como todo ser humano normal lo llevó a la boca para desocupar el líquido. Aquí, a esa altura, no hay lugar para el glamur, el protocolo y los escrúpulos. Las vasijas de vidrio fino habían quedado en tierra.
Pasados 55 minutos, el capitán anunció el fin del vuelo. Las llantas del Airbús-320 tocaron el pavimento de la pista asignada. El aterrizaje no fue traumático. El Pasajero de la silla 12-K se santiguó, agradeció a Dios por el viaje y se alistó para descender. Solo llevaba un pequeño maletín negro como equipaje de mano. Prendió el teléfono celular. Revisó los mensajes que llegaron mientras estaba cerca al cielo, llamó y volvió a la realidad.
En la carrera por el pasillo para llegar pronto a la sala de entrega de las maletas pasó por el lado de la mujer venezolana que casi arrastraba a la hija para alcanzar el vuelo que la llevaría a otro destino. Para demostrar que es humano como cualquiera de los viajeros que lo acompañaron y no le hicieron venias, como las hubiera tenido en su puesto de trabajo, entró al baño. Salió sonriente, descansado, tal vez ese era el motivo de la prisa con la que recorrió el trayecto.
– ¿Cómo se ve la ciudad desde arriba? – la pregunta no lo molestó.
– Bonita, sin problemas, pero solo desde arriba – respondió.
– ¿Cómo se viven 50 minutos sin teléfono celular? – otra impertinencia.
– Qué descanso – dijo y explicó que días atrás se le cayó el aparato desde un segundo piso y se le borraron los contactos. Ahora, tiene pocos números registrados y no contesta a los desconocidos. Otro alivio.
El hombre, sin guardaespaldas, con la camisa por fuera, sin saco, sin séquito, abandonó el aeropuerto.
– Cómo se ve raro el gobernador Edgar Jesús Díaz Contreras en esa condición.
RAFAEL ANTONIO PABÓN