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Los profesores me agarraron, me pintaron y me dijeron que mirara que ellos me hacían señas de lo que iba a hacer. Y así fue. / Fotos: contraluzcucuta.co

CONVERSACIONES DE ENTRE CASA. No quise ser raspachín, ‘Cocoliso’

CÚCUTA.- A Luis Alfonso Torres no le gusta que lo llamen por el nombre de pila. Prefiere que le digan ‘payaso’, porque eso es lo que es; o ‘Cocoliso’, porque así lo llaman desde niño. De todas maneras, cuando lo requieren con cualquiera de las tres denominaciones voltea a mirar y sonríe. A veces, también, se lo ve triste, serio y desanimado.

De la niñez en Tibú tiene escasos recuerdos. Devuelve el reloj biológico y se sitúa junto al padre, tres hermanos y la abuela. La madre partió para Venezuela sin boleto de regreso. A los 7 años, era inquieto y llevaba el cabello largo. Al papá no le gustaba esa imagen y un día decidió, machete en mano, cortárselo, porque tenía muchos piojos. A raíz de la trasquilada comenzaron a llamarlo ‘cocoliso’.

El ingreso al mundo de la actuación, también, fue fruto de la casualidad. En la escuela había una presentación de los alumnos en el acto de entrega de boletines mensuales. El niño payaso enfermó y no asistió a la actividad. Luis Alfonso era gracioso, tenía movimientos alegres y sonrisa agradable. Fue elegido como remplazo del ausente y desde entonces es payaso. Ocurrió hace 45 años.

  • Los profesores me agarraron, me pintaron y me dijeron que mirara que ellos me hacían señas de lo que iba a hacer. Y así fue.

Llenó los pequeños pulmones de aire, se animó y salió a tarima. Por el camino tropezó con los zapatos y cayó. La gente rio a carcajadas con la ocurrencia, sin saber que la caída no había sido preparada. Los maestros le ordenaban que bailara, brincara, girara, lanzara besos al público y se tirara al piso. Obedeció al pie de la letra. La actuación tuvo aceptación.

No pasaron muchos años desde aquel momento cuando fue enviado a Barranquilla. El padre había viajado a trabajar y la abuela no le veía futuro al pequeño en el municipio petrolero. Allá, aprendió a ganarse la vida. Vendió bollos de angelito, elaborados con maíz con queso, leche y azúcar. En Cúcuta no son conocidos.

En la capital atlanticense retomó el oficio de payaso. En almacenes anunciaba productos para atraer clientes. La vida lo trasladó a Santa Marta, solo, dormía en una pieza por la que pagaba $ 2000. Repartía volantes de un restaurante. Entre los tumbos que ha dado para sobrevivir, un día se hizo recolector de café, y en otra ocasión se negó a ser raspachín.

Cuando tiene tiempo, se pinta la cara con calma. Dura hasta 30 minutos. Si está de prisa varía el diseño y en cinco minutos está listo. El vestido rojo lo combina con un gorro de arlequín. La intención es causar gracia a los transeúntes, pero pocos se fijan en el payaso y sus ocurrencias para hacerlos pasar un rato agradable.

  • Trabajé en el circo Mago Leo como payaso. Me ensañaron a comer vidrio, lo mascaba y cuando estaba finito me daban agua y me lo tomaba. Y era el hombre aguja. Me metían agujas en las mejillas, en la nariz y en la lengua.

La paga no era tan buena por exponerse con esos números. Hoy, está seguro de que gana más en la calle. Se retiró y pasó a ser vendedor ambulante vestido de payaso, hasta cuando un colega le llamó la atención. ‘El payaso hace reír a la gente’. Fue una lección dura, pero la asimiló.

‘Cocoliso’ está preocupado, porque la profesión ha perdido fama. Los niños, que eran el público objetivo, están inmersos en otros mundos. Culpa a la calle por los vicios que les ofrece.

El número con el que gana monedas en Cúcuta es fácil de ejecutar y dura, máximo, 20 segundos, para alcanzar a recoger la bondad del público. Parado debajo del semáforo, asemeja que se desinfla, hasta quedar en cuclillas. Sube despacio, inflándose y comienza a bailar. Saca la mochila amarilla y la pasa frente a conductores y pasajeros.

  • Este payaso quiere que le llenemos esa mochila. A veces me hago los $ 20.000.

Llega sin afanes al ‘puesto de trabajo’. Recorre en bicicleta las cuadras que lo distancian de la pieza donde vive. Está ahí tres horas, cuenta el producido, vuelve a montar el ‘caballito de acero’ y regresa a la habitación. Almuerza. Si cree que es suficiente la ganancia, descansa en la tarde; si falta para completar el diario, baja de nuevo.

A Cúcuta llegó en busca de la familia que dejó en Tibú. El padre, murió; la mamá, se metió a evangélica; los hermanos, se fueron del pueblo. De pronto, tíos, primos y sobrinos pasan por su lado, pero no los conoce. Ha quedado sin nadie que lo acompañe.

¿Un payaso vive triste?

  • Sí. Por el sufrimiento. Sufro bastante, pero me aguanto. A veces le digo a Dios, ‘estoy enfermo y achacado, por qué no me lleva rápido, esta tierra no sierve para nada, está acabada, está destruida’.

RAFAEL ANTONIO Pabón

rafaelpabon58@hotmail.com

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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