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La fe convertida en paseo

Sara Sofía tiene escasos meses de vida. No entiende nada de fe, de promesas, de santos ni de vírgenes. Tampoco sabe de viajes, de caminatas, de baños ni de chorros. Algún día sus padres le dirán que se la ofrecieron a Nuestra Señora de Belén para que naciera sana y que el pago de esa deuda se convirtió en  paseo familiar.

Un sábado es buen día para llegar a Salazar de las Palmas, pasar la noche en cabaña ajena, disfrutar el aguacero que moja sin molestar, trasnochar sin sentir frío y dormir hacinados como no ocurre en casa. Las sombras se desvanecen con la llegada del alba nebulosa.

El sol tarda en salir, porque es domingo. El compromiso toma forma. Para llegar al lugar deseado hay que caminar por entre la naturaleza. Los árboles se muestran largos, verdes, vivos y frondosos. El clima templado de este municipio de Norte de Santander es benigno para con las plantas.

El sonido del agua que baja rauda acompaña los pasos por el sendero, marcado con el viacrucis de Jesucristo. El golpeteo contra las piedras gigantes llama la atención y hace desviar la vista hacia el río. Es momento para filosofar acerca de la creación, de la formación del mundo, de los años que llevan esas moles ahí.

El recorrido en busca del santuario se hace en largos y cansados minutos. A pesar de la frescura y la pureza del aire, justo ese elemento no llega a los pulmones en suficiente cantidad. La respiración empieza a entrecortarse y el latido del corazón aumenta.

   

El paso es lento. No hay prisa. La temperatura es agradable y las nubes tapan los rayos solares. Los que alcanzan a colarse chocan contra las copas de los árboles y no hacen daño a niños y adultos que van rumbo al encuentro con el monumento.

En el pasado, el camino era tortuoso. Había que esquivar huecos, molestas piedritas y canales naturales. Hoy, por el centro está el empedrado y por las orillas el piso duro, hecho con cemento. Así no hay mayor desgaste, sino el que la edad proporciona.

Los paseantes encuentran ventas ambulantes de mercancía para comer, para llevar para la casa, para guardar como recuerdo y para ofrecerle a la Virgen, arriba cuando haya terminado el recorrido. Hombres y mujeres, con cara de campesinos, con voz de campesinos y con amabilidad campesina atienden los puestos a la vera del camino.

Veladoras para acompañar las avemarías y pagar las promesas; escapularios para bendecirlos y lucirlos en el pecho; llaveros con la imagen de la Virgen en acero o plásticos, para mostrarlos en los carros; novenas para encomendarles a los santos la difícil tarea de hacer milagros; pulseras de colores para gastar la plata en algún objeto que rememore el viaje; botellas vacías para llevar agua, que luego servirá para remedios caseros, y cuadros de la patrona del pueblo para pegarlos detrás de la puerta de la casa en la ciudad.

Entre los alientos que se consiguen mientras se camina destacan chuzos de carne y pollo, chorizos rojos que no provocan, arepas rellenas, plátano maduro con queso, guarapo, gaseosas, palomitas de maíz, obleas con ariquipe, mandarinas y bananos.

La meta está cerca. El santuario no llama la atención, solo una foto y nada más. Arriba, en la cúspide, están los siete chorros por los que los creyentes deben pasar siete veces para sanar el espíritu, aliviar el alma y encalambrar el cuerpo. Meterse es un juego con sabor a devoción. La fila se forma y los devotos dan las vueltas indicadas.

Otro santuario. Este sí es visitado. En la pared están pegadas las placas con las voces de agradecimiento por los favores recibidos, los milagros permitidos y los mandados cumplidos. Los reconocimientos púbicos son muestra fehaciente de que la fe existe y ahí, con frío o emparamados, aumenta.

Los paseantes viven el momento con alegría, en medio del jolgorio.  Los piadosos rezan, piden y prometen. Al cabo de los años vuelven para agradecer, llevar más agua, echarse otro baño, refrendar la devoción en la Virgen y volver a pedir.

El regreso a la urbe es menos difícil. Es en bajada y las piernas sueltan la velocidad requerida. La ropa mojada alivia el trayecto. Otra vez los vendedores, los paseantes que cocinan a la orilla del río y los que prefieren subir en la tarde. El ambiente es de fiesta.

La vuelta a casa, a la ciudad, en cambio, sí es problemática por el estado de la vía. Miles de huecos no permiten el avance de los vehículos a ritmo sostenido. Si la carretera estuviera en buenas condiciones, otra sería la vida turística de Salazar de las Palmas.

Sara Sofía cogió sueño por lo demorado del viaje. Los 52 kilómetros que hay hasta Cúcuta se cubren en dos horas. Mucho tiempo para un recorrido tan corto. Quizás vuelva, dentro de poco, a acompañar al hermanito que está por venir y que, seguro, los papás también se lo ofrecieron a Nuestra Señora de Belén.

RAFAEL ANTONIO PABÓN

rafaelpabon58@hotmail.com

   

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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Un comentario

  1. He encontrado muy buen material aqui. Lo agregue a mis favoritos para volver a visitar la pagina

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