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La plaza ofrece variedad de vida y de cultura, pero también muestra lo existencialista que se ha tornado la sociedad.

CRÓNICA. De las montañas a la plaza

El espectacular desfile del microuniverso de productos que alberga la Central de Abastos comienza desde temprano. Los camiones provenientes de pueblos y departamentos cercanos, entran engalanados con un rocío humectante del páramo de Berlín. En las cargas no solo traen cebolla junca, fresas o papa suprema, también el peso del labriego nortesantandereano que resiste diariamente por mantener el campo colombiano.

Uno tras del otro, los buses se ubican en la bahía de parqueo, a los costados de los galpones que dividen la plaza por secciones. El sonido de las bocinas y el crujido de motores forman la armonía de la madrugada fría y de luna llena. Los gatos rondan los pasillos, ajisosos en sigilo detrás de la próxima presa. El tintero es uno de los primeros que llegan, cargado del fruto energético, puchos y en ocasiones dulces coloridos de anís.

La densa calima se posa en las siluetas de los cargueros que toman el primer café, acompañado de un pan untado de mantequilla como un servicio especial para darle mejor sabor. Antes de comenzar la jornada, los trabajadores se toman un breve descanso, estiran las coyunturas de las manos con la suficiente presión hasta hacerlas tronar. Unos fuman pucho, otros ríen en grupo, y los solitarios pensativos que se sientan a un costado a esperar el llamado del patrón –“¡Llegó la yuca!” – para dar inicio a la tarea.

La plaza de Cenabastos fue construida en 1981, cuando el país se debatía en un escenario de desconcierto laboral y problemas de orden público. El presidente Julio César Turbay Ayala decretó una serie de medidas antiterroristas, incapaces de dominar el poder, que durante las últimas décadas habían arrebatado grupos guerrilleros y carteles de la droga. Colombia sumisa, pasmada entre los primeros carros bomba, reflejaba la segregación vivida desde la ‘Patria Boba’.

Empieza la faena del descargue de frutas, verduras y tubérculos provenientes de las montañas con diferentes sabores, colores y texturas. El patrón, de 50 años, contextura gruesa y abundantes cejas negro azabache que adornan la frente. Se sienta en el taburete de madera y piel de chivo para registrar en el cuaderno bulto por bulto la distribución de los productos que bajan del camión.

Observa el flujo de costaleros que acarrean las sacos de naranja y los racimos de plátano verde; lleva una contabilidad rápida, con el lápiz de madera sucio y desgastado por el trajín de cada madrugada. El cuerpo refleja el cansancio, pero la mirada no se marchita entre la luz opaca que se cuela de los faroles.

Uno de los veteranos del mercado, en pleno descuido del jefe, penetra el costal de pita roja, saca un plátano verde y sin importarle las quemaduras producidas por la fuerte fricción al calar los dedos. Lo esconde bajo la camisa, a manera de pistola de vaquero americano. Echa un vistazo a los costados y se siente seguro, nadie lo vio. Los años le han dado experiencia, de hambre no morirá.

Sangre derramada, tripas, cuero de pollos, huesos de costilla, pedazos de hígado, pescuezos, orejas de marrano, machete oxidado y contrabando. Es el galpón de las carnes. El ambiente se torna filoso, mal oliente, coagulante y escurridizo. Las miradas rondan por los pasillos entre las costillas de res y las cabezas de lechón. La muerte es el plato principal de este lugar y el rojo, el color favorito.

Las moscas se zambullen entre los charcos del deshielo que mantiene el pescado fresco. Los dueños de restaurantes negocian los mejores cortes de la vaca. El perro solapado entre las patas de las mesas espera por el trozo de sobras que le obsequia el carnicero, mientras este desmiembra el marrano, sin piedad, explosivo como una fuente luminosa de flujos carmesí, como cuando el hachazo de la guillotina amputaba la yugular.

La plaza ofrece variedad de vida y de cultura, pero también muestra lo existencialista que se ha tornado la sociedad. El contraste de las paredes grises y los matices de los frutos, la creación de la tierra y la putrefacción. Todo en conjunto demuestra que la ciudad vive sumida en la ‘Zoociedad’ como la catalogaba Jaime Garzón.

RUBÉN AGUDELO

Estudiante de Comunicación Social

Universidad de Pamplona

Campus de Villa del Rosario

Foto. Especial para www.contraluzcucuta.co

 

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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