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Los mineros, hombres que se matan por extraer el carbón.

CRÓNICA. Lágrimas negras por un billete

La desesperante oscuridad es su diario vivir. La claustrofobia es su peor enemigo. Impacientarse no es buena opción. En realidad, no estarían lejos de parecer topos o ser amigos cercanos de un murciélago. La compañía se limita a ellos mismos, un bote de agua o el líquido que prefieran para hidratarse y una lámpara amarrada al casco.

No siguen la luz al final del túnel, la cavan. La llaman ‘tambores’ y es una perforación hacia la salida de la montaña, de un metro por un metro, a veces menos, para que les entre aire y sea poca la probabilidad de morir con los gases que brotan de la tierra, o en este caso, del carbón. Algunos ‘tambores’ no llegan a ninguna salida, por lo que abren comunicación con las que sí la tienen para que ingrese oxígeno y salgan los fluidos sin hacerles daño.

Una de las maneras de darse cuenta de que los gases han  salido, es sentirse adormecidos. La única opción es huir, tirarse hueco abajo, el que han cavado, sin importar las heridas en rodillas y codos. La idea es vivir.

Otra manera de eludir los gases es prender una mecha y que explote. Tienen una hora específica para poner la pólvora en acción. Según el protocolo de seguridad, no debe haber nadie adentro para usarla. Las opciones de tranquilidad allí, son nulas. La lluvia, para la mayoría de los humanos, es maravillosa, para ellos significa que por las ventilaciones entre agua y el terreno ceda, se encharque. Cualquier enfermedad puede aparecer y el riesgo va desde la más mínima gripa hasta cáncer.

No basta con picar incansablemente, ni con ponerle la vida en bandeja de plata al señor de las tinieblas; tampoco con trabajar en la humedad y espacios reducidos, sino que, además, deben caminar a diario cinco kilómetros. La beta tiene 1200 metros, y el recorrido se hace cuatro veces al día. A las 4:00 de la tarde termina la tarea para retornar al hogar.

Vuelven  llenos de barro, cubiertos de carbón, con llagas y raspaduras, los dedos desgastados, sudorosos y agotados al máximo. Tendrán una noche más de vida, pero mañana no se sabe. Otros, no cuentan con tan buena suerte, se quedan allí, en la mina y no vuelven a casa.

El hueco cavado es la guía principal y de donde salen las ramificaciones de ‘tambores’ de kilómetro y algo. Tiene 1,80 metros  de alto por 150 de ancho. Por cada 80 centímetros, deben poner tres troncos de madera gruesos, en forma de pentágono, para que sirvan de soporte en la tierra y no se desmorone.

Los mineros deben hacerse amigos de los cocheros, porque son los encargados de informar de quién recogieron el carbón para añadirlo a la cuenta. La paga la reciben por metros sacados. Si quieren pueden ceder el crédito a alguien ajeno y no hay cómo verificarlo. El esfuerzo resultaría en vano, porque la envidia y mala fe también existen allá adentro.

Los rieles que siguen los coches indican la profundidad de la mina. Llegan hasta lo último y se van poniendo a medida que avanza la excavación. Dan la apariencia de pertenecer a un tren abandonado en lo hondo de la montaña. Por allí sólo pasan hombres que recorren una y otra vez al día esos 1,2 kilómetros para sacar el carbón picado, y los carritos de dos metros de largo por 80 centímetros de ancho.

Entre los obreros existen los corteros, que se encargan de expandir los ‘tambores’, para sacar más carbón. El riesgo es alto por el peligro de  que la tierra ceda, por eso tienen una mejor paga. Los frenteros pican y abren paso en la beta, avanzan y soportan el olor a humedad, a mortecino.

Las peñas también asustan. Son esos enormes terrones y rocas que amenazan con romperles un hueso u oprimirles los órganos si les caen encima. Allí, nada es seguro. Es el sitio más impredecible que se pueda conocer para trabajar. La vida está mitad acá y mitad allá. Las familias ruegan a Dios para que el pariente vuelva sano. Los mineros añoran que llegue el fin de semana para cobrar por el esfuerzo, pagar las deudas, tomarse unas cervezas con tranquilidad y disfrutar unas horas en casa, con la esposa y los hijos.

No cualquiera tiene la valentía para ejercer esta labor. Se debe estar loco para arriesgar la vida así. Pero la pobreza no ve esto, los compromisos económicos ahorcan y esta es una buena salida para solventar esas necesidades.

ANGIE MIRANDA

Estudiante de Comunicación Social

Universidad de Pamplona

Campus de Villa del Rosario

Foto: Especial para www.contraluzcucuta.co

 

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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