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CRÓNICA- El presente olvida el pasado

VILLA DEL ROSARIO – Norte de Santander.- Son las 4:30 de la mañana. El otrora próspero circuito de ejercicio al que los rosarienses frecuentaban, hoy es olvido y desidia. Los hábitos han cambiado; la moda, ahora, es asistir a gimnasios, recintos cerrados en los que el contacto es directo y dan cierto aire de seguridad. El parque está vacío. Las ruinas históricas no son un sitio de asistencia masiva. El vigilante lee el periódico,las noticias parecen ser las mismas, solo que con diferentes nombres. Al escuchar el nombre Villa del Rosario la reacción del no nativo es de rechazo, para ellos no es la capital de la Gran Colombia, sino un nido de asesinatos, robos y contrabando. “Es que el rosario es calentao”.

El desayuno, son las 6:00 de la mañana. El sol salió. Los carritos tradicionales de venta de comida están a un costado del parque Los Libertadores, a la  izquierda de la entrada al hospital Jorge Cristo Sahium. Los comensales engullen pasteles con ají y los pasan con limonada o avena. Es buen momento para informarse de los acontecimientos de la noche anterior, escuchan, callan.

La apatía y la costumbre corrupta devoran la belleza de un pueblo con historia. Dos veces, en tres mandatos, se ha derrumbado y vuelto a levantar la sede de la Alcaldía; la venta y recuperación del acueducto y el rumbo de las fiestas tradicionales son solo tres de los elefantes blancos que a los habitantes parecen no importarles.

La orden del día es comentar los temas bélicos en que son protagonistas. Una guerra urbana desvía la mirada y cuando la prioridad es la violencia, el legado pierde todo sentido en la mente del colectivo. El miedo carcome la voluntad del crítico, que no opina ni interroga. Preguntar es ser un enemigo más para el negocio.

El sol quema, son las 10:00 de la mañana. La actividad toma fuerza y el calor que brinda el astro rey es fuerte, el ceño se arruga por el intento de bloquear tanta luz en los ojos. Empiezan a dar vueltas los pollos en una ‘rueda de chicago’, que los deja dorados, tiernos y jugosos.

En La Parada cedió la cola de carros para ingresar a Venezuela. La prioridad del día es cómo llevar el pan a casa, se habla de negocios, de proyectos, pero atrás queda el interés por saber qué historia se produjo en donde ahora viven. La evidencia del abandono la afrontan la estación de tren, el tamarindo, las primeras haciendas y el vistoso parque Gran Colombiano, albergue del Templo Histórico icono del municipio. Hasta las palmeras se mueren. Este problema escapa de los temas cotidianos, del vox populi.

La población intermitente proveniente de otras partes del país ocupa más viviendas que los propios, y pocos cultivan el sentido de pertenencia. Los que no se desplazaron, silencian sus voces y voltean la mirada. El patrimonio cultural muere, las costumbres y la integración son borroso recuerdo en la mente de los ancianos.

12:00, meridiano. Sin la sombra unida a los pies se marca la mitad del día. El rio nunca  detiene el curso, el agua se ve turbia, en ocasiones crece, escupe a algún desdichado que encontró la muerte un poco más al sur. Las fronteras Estados Unidos – México y Colombia Venezuela tienen una diferencia, los migrantes parecen no querer abandonar a ninguno de los dos países. El límite es literalmente imaginario, pues como hormigas van y vienen cargados de mercancías y de ilusiones.

Por encima o por debajo del puente trasportan la sangre que alimenta a la población. Roja, verde, blanca, cada color saca el RH directamente de las venas de la juventud. Esos que ven en el dinero rápido  –para nada es fácil-  una opción de vida, una muy corta.  Ellos son los que tiñen el suelo, los que venden, los que matan y los que mueren. La falsa desmovilización dejó grupos regados con mucho poder, disputándose el paso y el expendio de los productos.

A la sombra de dicha enculturación, la historia parece ser un tema de poca importancia, pero “quien no conoce su historia no puede comprender el presente ni construir el porvenir”, Helmut Kohl.

La vuelta a casa, 6:00 de la tarde. Los vehículos entran presurosos al municipio. Por las cuatro vías de acceso llegan uno a uno los automotores, trasportan para su descanso a los que trabajan fuera. Villa del Rosario se cataloga como municipio dormitorio. El comercio es escaso como para dar trabajo a toda la población. Desde Cúcuta (Colombia) y San Antonio (Venezuela) son las procesiones. En el trayecto se unen muchos más.

En la autopista proliferan los negocios, cambistas, vendedores de chuzos y de arepas rellenas, mini abastos, prostíbulos, hoteles viejos, gran cantidad de moteles, discotecas, mueblerías, marmolería, tanques prefabricados, iglesias, monta llantas, concesionarios y vendedores de gasolina, de los que cada tanto se puede ver un puesto.

La masa tiene miedo. A las 9:00 de la noche, empiezan a cerrarse las puertas de las viviendas. Toque de queda implantado a base de panfletos que nada tienen que ver con la ley y al que a cada nada le agregan un ejemplar nuevo. Un librillo, si se diera la tarea de recopilarlos. La llorona, El silbón, El jinete sin cabeza no son motivo de temor, el sonido metálico del motor de un cilindro bien afinado altera la tranquilidad en las calles vacías. Siempre pendientes, la posibilidad de ser confundido también es propuesta por los literatos opresores.

Media noche. Los tinteros alrededor del parque parecen no recurrir a los termos. Duermen apoyados en los carritos, esperan a las patrullas, las ambulancias y, en ocasiones, a las grúas sobre ocupadas de motocicletas. El convoy de los Cobra muestra la presión policial, de vez en cuando atareados persiguen al que unas cuadras antes y a modo temerario levantó la moto en la llanta trasera frente de ellos. Un deporte extremo, pues sin protección corporal mueven hacia atrás la mano derecha y con el embrague apretado sobre revolucionan las máquinas, justo al salir de cada curva.

La soledad. A las 3:00 de la madrugada, solo se escucha el viento. Las luces amarillas alumbran a los taxistas, los gasolineros, al que madruga por una cita médica y  a los que van a comprar a Cenabastos los alimentos perecederos que revenderán en la Mercatienda plaza de mercado, a pesar de que en Juan Frio se cultivan. La cantidad es insuficiente para saciar a casi 90.000 rosarienses. Por eso es más fácil ver en la mesa para desayunar una arepa hecha con harina venezolana que un caldo de huevo con papas colombianas. Una hora más tarde empieza el ruido de las busetas. Cuando el sol comienza a salir la cotidianidad inicia para los que aún despiertan.

Un día más en el que la historia se repite y las voces siguen en silencio. Lo único que pasa es el tiempo y queda impune lo que sucede, pues no hay peor ciego que quien su boca tapa. Esos que saben lo que pasa, pero siguen mirando los medios, esperando que otro le cuente lo que pasó al lado de su casa. Confundidos con el paradigma actual, sigue en decadencia la poca cultura que aún queda.

JONATHAN ANDRÉS RUIZ

Estudiante de Comunicación Social

Universidad de Pamplona                                                                          

Campus de Villa del Rosario

 

Sobre Rafael Antonio Pabón

Nací en Arboledas (Norte de Santander - Colombia), educado y formado como periodista en la Universidad de la Sabana (Bogotá), gustoso de leer crónicas y amante de escribir este género periodístico, docente en la Universidad de Pamplona (Colombia) y seguidor incansable del Cúcuta Deportivo.

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